Un ser de este mundo creyó que a su riqueza la habría de enaltecer una alta torre al lado de su soberbia casa. No valían los campanarios para tocar el cielo. El probo programó asentar de manera ingeniosa la construcción. Piedra sobre piedra ocurrió, en San Gimignano, ese proverbio enclave medieval de la Toscana italiana. Pero siempre los dobles sentencian. El vecino vio y no pudo ser menos. El primero fundó; el segundo lo superó con medio metro más de altura. Y así ocurrió hasta contar las 72 costosas y perfectas atalayas que allí se conocieron. El mundo de ese modo se muestra, de esa manera responden los hombres. ¿Demasiados poderosos o alguno se manifestó como tal cuando ni pudo ni debió manifestarse? Hacerse visible, hacerse notar. Caro Giovanni del Fiore, que en no siendo nada los sorprendió a todos por su labor. Asentó el cosmos por privilegio incondicional y lo completó. Era lo que en español se llama un “paria”, reietto en italiano. No se le permitió disfrutar de tierras por pobre. Pero era un supremo entendido en uvas y en la programación de los caldos, un enólogo. Por eso las familias más pudientes del lugar se lo disputaron; pagaron su tino, aunque no demasiado. Consiguió una exigüe fortuna. ¿Qué aducir para el futuro?, ¿cómo complacer al esplendor? ¿Asentar el destino con una mujer para saberse querido y tener descendencia? Preguntas sabias que Giovanni del Fiore no respondió. Respondió por lo que las puertas del infierno le mostraron y pudo aducir con sus cálculos. Se dedicó con esmero a reunir piedras. En una arista desigual de territorio vecinal, un territorio sin dueño conocido, alzó bloque a bloque su lúcido torreón. No asentó el tino por el maestro cuadrado de los colindantes. Asumió el círculo como próvido y de ese modo lo instituyó. Lo instituyó como último de la especie porque su obra sentenció años y más años en pos de asentar la divina diferencia. Que remató en la inauguración: bandera con los colores albo y rojo de Toscana en la cúspide. Y miraron, no porque Giovanni del Fiore fuera rico sino porque impuso la absoluta condición. Aunque la sombra de su condición no tapara su mansión en los días floridos; la sombra de su condición apuntaba hacia el mundo. Y así se lo recuerda hoy en placa florida y conmemorativa de la plaza de la Cisterne. Allí no solo vive su nombre sino el pródigo retrato que el artista labró para declarar el arrojo y la dignidad de un hombre, el solo hombre de Gimignano que venció a los altivos.