obituario

Martín Rivero, el intrépido ‘zipizape’
que reinventó el ingenio inagotable

La vida a veces, sin pedir nada a cambio, derrocha generosidad y nos regala amigos con los que hace posible que, por el acierto de la proximidad y sin que medie formalismos, se conviertan casi de inmediato en hermanos
Martín Rivero

La vida a veces, sin pedir nada a cambio, derrocha generosidad y nos regala amigos con los que hace posible que, por el acierto de la proximidad y sin que medie formalismos, se conviertan casi de inmediato en hermanos. En esos casos percibimos que desaparecen los límites de la formalidad y que avanza sin cortapisas la sinceridad y la transparencia, permitiendo que se consolide el afecto compartido. Martín Rivero fue uno de ellos y está en el espacio intangible de mi memoria. Por eso, le evoco aquí como siempre lo hicimos y conocimos, es decir, como Tino, y es que, junto a Carmelo, su hermano en integridad, decidimos un día entre juegos de pelota en la placita del Duggi formar el grupo que unió nuestros nombres y con el que nos adentrándonos en el universo del periodismo.

Fueron muchas tardes ante el mostrador de la librería La Prensa, en la esquina de Suárez Guerra con Castillo, donde permanecíamos ensimismados ante las recomendaciones que hacia su tío, Paquito Martínez, el hijo de don Francisco Martínez Viera, el alcalde republicano que ejerció con maestría el periodismo y nos ha dejado excelentes títulos. Allí se reunía la intelectualidad isleña en los años que aventuraban la llegada de la Transición. Nuestro oído trataba de retener cuanto decían, soñando entrar algún día en el vespertino La Tarde que se pregonaba con la tinta aún caliente y donde tuvimos la suerte de conocer a don Víctor Zurita y a otros grandes periodistas que nos invitaron al deleite insaciable de buscar la noticia y de vibrar con la actualidad, atento a la creatividad y avivando el entusiasmo por cuanto nos rodea.

La vida es un soplo, la exigua suma de instantes que se diluyen sin percibirlo y ante la que nos rebelamos prestos para atrapar voces, pensamientos, llamadas. Lo hacemos con el pretendido compromiso de retenerlas, de grabarlas en el pétreo camino. Nosotros lo hacíamos en las tardes noches, cuando la redacción quedaba vacía, sobre todo los domingos, y contábamos con libertad para usar el teléfono que nos permitía llegar a cuantos consideramos daban luz en el largo discurrir de aquel tiempo de esperanza que se resistía a seguir atrapado por las sombras: Alberti, Camino J. Cela, Ramón J. Sender, José Guerra Campos.

Casi siempre le tocaba a Carmelo teclear en la máquina de escribir, la pequeña portátil. Era nuestro tiempo sin medida en la casa de los Zipi Zapes, como así les llamaba Rafael Clavijo, el presidente entonces de la Caja de Ahorros, a la que pronto se incorporaron, compartiendo estudios con trabajo. Doña Zaida y don Carmelo, los padres, observaban el intrépido ejercicio que nos unía para redactar sobre la marcha, repasando una y otra vez lo que recogía nuestra grabadora y las notas de ágil y casi ininteligible trazo. Ana y Yaya, las hermanas, tenían su mundo, sin poder vislumbrar lo que el futuro iba a deparar a cada uno. Entonces empezaba una y otra etapa de nuestra vida, ese regalo que muchas veces resulta esquivo y es capaz de dejar sin piedad en el alma el lacerante dolor de una despedida.

TE PUEDE INTERESAR