tribuna

Que me brinden toros

Qué hay Benlliure? Hola Tamames,/ con Dios Duque de Veragua,/ ya sé, ya sé que los toros/ que hoy lidian son de tu casa”. Esta es una escena del romance de la infanta Isabel, de Rafael Duyos. Otro siglo, otra época. Cuando la chata iba a la plaza a recibir el brindis de los toreros, con los capotes bordados en oro sobre la barandilla del palco. Su favorito era el Gallo, igual que prefería a un músico romántico. “Maestro Saco del Valle/ tanto Beethoven me cansa/ Chopin sí me llega al alma”. La tuberculosis también ataca a las reinas, y ella dice: “Dame el abanico verde/ de Mercedes mi cuñada”. Tantos años han pasado y España vuelve a decir “Hola Tamames”, como si el tiempo no hubiera transcurrido y la corte siguiera coqueteando con sus políticos con toda normalidad. En la plaza está el duque de Tamames, don José Mesía del Barco, que es senador, y la Chata lo saluda, junto a un escultor famoso y a un aristócrata ganadero. Ya no éramos el imperio, pero todavía conservábamos algo en las Antillas. Estábamos en la Restauración, alternando un bipartidismo duradero que desembocó en una dictadura, después del desastre. Luego todo lo demás que la memoria se empeña en reconstruir, hasta hoy, con otro Tamames renqueante queriendo ocupar su sitio en los tendidos. Viene acompañado de un carcamal, empeñado en seguir siendo actual a fuerza de practicar el amor tántrico, y de una reencarnación de Santiago Apóstol montado a caballo. Estos borbones son muy enamoradizos y, como a la Chata, les gusta alternar con el faranduleo. Como si nada ocurriera, al natural, que es la forma de torear cuando se coge la muleta con la izquierda: “Sí, sí, que me brinden toros./ No, al contrario, me agrada./ Ya traía, en previsión, tres pitilleras de plata”. Se dice que la mejor manera de no mojarse es ver los toros desde la barrera. Eso es lo que intento hacer sin que salga siempre bien parado. A veces me salva el esperpento, que es lo que hago hoy con este romance de Duyos que tan bien recitaba Alejandro Ulloa. Me lo enseñó un murciano que se llamaba Mateo y que trabajaba de gerente en Bas y Cuguero. Si en aquella época hubiéramos tenido televisión, estos serían los personajes que se pasearían por los platós. Qué cosas. Quién me iba a decir a mí que las infantas volverían a sacar sus polveras para darse colorete y que los émulos de hoy me harían retroceder a los tiempos del pasado. Hola Tamames. La última vez que lo vi, hace ya muchos años, fue cenando en Cabo Mayor con Marcelino Camacho. Todavía no se teñía el pelo con ese caoba cantoso que eligen los peluqueros de los viejos. Una especie de estopa estropajosa que se ponen en lo alto, a modo de morrión. Tamames es el ejemplo vivo de que la España cañí no ha muerto. No es la representación de una corriente antisistema, como se atreve a decir Jordi Amat. Es la imagen de lo que se niega a desaparecer en esta tierra de festivales con pandereta. Estamos saliendo de carnavales y entramos en cuaresma. Volverán a sonar los clarines por las calles de Málaga y de Sevilla, tocarán los tambores en Calanda y Abel Caballero encenderá otra vez las lámparas Led en Vigo. España es la misma de siempre. No hace falta tener una memoria histórica, ni siquiera democrática, para darse cuenta de esto. Ya ni Miguel Bosé lleva leotardos; ahora hemos desempolvado a seis leopardos de los hangares para enviarlos a un frente con el que el Gobierno no está de acuerdo en su totalidad. Ya ven en lo que ha terminado lo del No a la Guerra. Retorno tranquilo al XIX, cuando las manos gordezuelas de la infanta desgranaban sobre el piano las notas de una sonata. “Mi torero, el Gallo”. “Qué me brinden toros”. “Hola Tamames, duque de Veragua”. Igual que siempre. Para qué variar.

TE PUEDE INTERESAR