tribuna

De Cantinflas a Michael Jackson pasando por Domínguez y Bretón

Las fechas y los sitios determinan la memoria de las personas. De ahí la importancia biográfica de las efemérides. Pasamos por lugares, conocemos gentes que nos dejan huella y las evocamos con sorpresa -así son los reencuentros- con motivo de algún aniversario. De ese modo conmemoramos la vida, la nuestra y la de los demás.

Ahora mismo, en una miscelánea casual de fechas redondas, me remonto a México Distrito Federal (hoy Ciudad de México) recorriendo en 1983 la capital de un país que era afectuoso antes de convertirse en un lugar temerario, junto a mi amigo Zenaido Hernández, buscando al azar nada menos que la dirección de la casa de Cantinflas, que el pueblo guardaba como un secreto nacional.

Cogimos un taxi cualquiera. Y, contra todo pronóstico, solo tuvimos facilidades. “Queremos ir a visitar a Cantinflas. Pero no sabemos dónde vive”. Para nosotros era como ir a entrevistar a un canario universal. Y aquel taxista providencial se metió en el papel y empezó a guiarnos por la ciudad más poblada del mundo como Pedro por su casa.

Primero fuimos a los estudios cinematográficos del actor más querido en nuestra tierra (debían de ser los célebres Churubusco). Zenaido y yo nos colamos por los pequeños recintos empapelados con los afiches y carteles del peladito de bigote en las comisuras, sombrero gastado, el trapo que llamaba gabardina y los pantalones semicaídos. Llegamos a la puerta de su reducto personal, el templo chiquito de Cantinflas, un cubículo. Los estudios estaban cerrados, pero no sé cómo pudimos acceder a sus dependencias más recónditas como dos entrometidos y reanudar más tarde la búsqueda del mito como una aguja en un pajar donde vivían casi 20 millones de personas. Una de ellas era nuestro ídolo, Cantinflas. El taxista entonces siguió haciendo averiguaciones. Nunca me olvidaré de aquel periodista de vocación. Y, no me pregunten cómo, finalmente llegamos a su casa. Sí, era el chalet de Cantinflas. Pulsamos el timbre. Alguien que era él o su doble nos atendió tras una rejilla y nos dijo amablemente que don Mario Moreno estaba fuera del país, pero regresaría pronto, que le dejáramos unas señas. Hablaba como Cantinflas y era su viva imagen. Dimos un teléfono de contacto. La tarde que nos disponíamos a salir hacia el aeropuerto para volver a Canarias, sonó el teléfono. Una voz nos daba hora para entrevistar a Cantinflas, pero estaríamos volando, era una cita imposible. Tuvo ese gesto cordial, fuera o no Cantinflas el que nos atendió en su chalet. Esta anécdota esperó hasta ahora, cuando se cumplen 30 años de su muerte. “Parece que me he ido, pero no es cierto”, mandó grabar en su lápida sin equivocarse en el epitafio. En Taganana no nos íbamos a dormir, en verano, si ver todas las noches en la plaza una ración de Cantinflas. Yo me recuerdo de niño hablando sin parar y sin decir nada, cantinfleando casi semióticamente.

El año que murió Cantinflas, Michael Jackson aterrizaba en Los Rodeos. Hace 30 años también. Dos niños ataviados con traje típico le entregaron un ramo de flores, que vuelvo a contemplar ahora en la portada de DIARIO DE AVISOS del 26 de septiembre de 1993 gracias a las fotos que hizo en la misma pista Javier Ganivet. Estábamos todos bajo una extraña emoción contagiosa. Lo vimos bajar del avión con sombrero negro y su máscara premonitoria de una pandemia futura que estaba 30 años lejos. Se agachó en cuclillas y posó con sus pequeños anfitriones. El Mozart del pop paralizó la isla, se hospedó en el Botánico, casi se amistó con un gorila del Loro Parque, y cantó aquella noche en Santa Cruz, un reto que el alcalde José Emilio García Gómez se propuso a título personal. Mi hermano Martín estuvo cerca del astro que cambió la historia de la música pop y me contó detalles del vis a vis, su timidez nerviosa en la corta distancia. Era hiponcondríaco y genial.

30 años antes, habían estado en Tenerife Los Beatles, poco después de grabar Please Please Me, el disco que los iba a catapultar a una fama mundial que nunca más les permitiría pasar unas vacaciones de incógnito como aquellos 12 días que vivieron Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr (Lennon fue a Torremolinos con Brian Epstein)en un chalet del padre de su amigo Klaus Voorman en La Montañeta, en Los Realejos. De esa insólita aventura de la historia de la isla que ha narrado Nicolás González Lemus siempre me impresionaron sus tintes surrealistas: no dejaron cantar a aquellos melenudos en el Lido San Telmo del Puerto de la Cruz y McCartney casi se ahoga en una playa.

Porque la isla siempre se dijo que es surrealista. Por la influencia de Óscar Domínguez y porque tuvo su facción surrealista y su novela surrealista, ‘Crimen’, de Agustín Espinosa. En los años 30, Tenerife era el epicentro en España y la segunda sede del surrealismo en Europa tras su aparición en París, y los artistas que iban en aquel barco expusieron en nuestra capital. Y nos visitó Breton, el papa negro del movimiento, y Gaceta del Arte era más que una revista, una ciudad flotante de las letras y las artes del mundo.

A este nido con 50 años de esculturas en la calle vuelve ahora Óscar Domínguez al TEA con sus obras ya célebres, como el Drago de Canarias, el óleo que cumple 90 años. Óscar, el amigo de Picasso, resucitado ahora tras medio siglo de su muerte, que consentía que el paisano le imitara con lienzos falsos para ganarse la vida en Montmartre.

Todos esos canarios que han cogido la maleta rumbo a otra parte nunca se fueron del todo, siempre volvían. Aquella joven soprano vecina nuestra en el barrio de San Sebastián iba siempre tarareando arias por la calle. Mi madre ya nos decía desde niños que María Orán sería una estrella de la ópera. Un día se fue, vivió y trabajó en Friburgo, y comenzó a volver hasta ahora en que mañana estará en la Fundación de CajaCanarias cinco años después de su muerte. De esta memoria están hechos los sitios y las fechas que dotan de vida a las gentes que queremos y admiramos.

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