por qué no me callo

Delfín Yeste, Marisca Calza o
Bertrand Russell

La muerte de Delfín Yeste, el poeta de Albacete que vivió en Tenerife la cornucopia cultural y política de los años 70, llegó con 48 horas de retraso y la dimos este domingo en DIARIO DE AVISOS con nostalgia, condolencia y sorpresa por su longevidad. A Yeste le habíamos perdido la pista. Como si hubiera fallecido hacía mucho tiempo y se nos hubiera pasado por alto en la distancia desde su retorno a Madrid en 1980.
De pronto, sonó su nombre en medio de esta primavera reseca y supimos dos cosas: que, en efecto, acababa de morir y que había alcanzado una edad de drago, 96 años, sin dejar de escribir hasta el último aliento. Daba gusto tener esa doble referencia, la de su lucidez en una vida larga y la de, en cierta manera, su dulce muerte. Muerte de poeta en las vísperas del Cervantes, que ganó alguien de su gremio, Rafael Cadenas.
Aquel Delfín Yeste que compuso la letra de Santa Cruz en Carnaval, el himno musicado por Agustín Ramos, se inserta en la memoria de una época dorada de ilustres y bienvenidos forasteros, que llegaban desde la Península o el extranjero a quedarse a vivir en este caravasar agradecido. Y resultaron huéspedes esenciales, figuras de las letras y las artes, cantautores o cineastas, teatreros y docentes universitarios de primera fila.
Una élite cultural se instaló en la Isla y eso era lo más natural, como si nuestra manera de ser dependiera del encuentro con visitantes inesperados, a menudo insurgentes y clandestinos, que arribaban en su patera particular con sus versos, sus narrativas, sus óleos y sus ideas.
Por lo visto, había sido así desde muchos antes. En las primeras décadas del siglo XX, como antaño, en los años de Juba y de la Ilustración, en la antigüedad y la era moderna, cuando los barcos trajeron a esta orilla excursionistas de mucho calado, prestigio y humildad, gente noble y gente culta, que nos dieron de beber en sus fuentes inagotables de sabiduría. Domingo Pérez Minik publicó, hace 55 años, Entrada y salida de viajeros, un librito de las memorias del muelle de Santa Cruz que fue la puerta de entrada de todo aquel flujo de lujo humano foráneo antes de que a los barcos les nacieran alas y la recepción de la isla se mudara a Los Rodeos o el Reina Sofía. Por aquellas páginas que devoré en La Prensa, la librería de mi tío Paco Martínez del Rosario, desfilaban auténticos intelectuales extraterrestres, sabios de aquel siglo, como Bertrand Russell, Sartoris o Vicente Aleixandre. ¡Qué maravilla de lectura e introspección! Pues toda esa sociabilidad de la isla conformaba su instinto, el espíritu de su tiempo en cada periodo histórico de nuestro inconsciente cosmopolita colectivo. A Delfín Yeste, que nos convocaba en su casa en torno a sus versos de Cuarzo y sus tibios pájaros en el columpio, se sumaban otras visitas y vicisitudes. Un día irrumpió en la Isla, por ejemplo, Marisca Calza, la pintora de la audacia que procedía de Italia, y nos conquistó a todos a la vez y para siempre desde el minuto uno. ¡Qué buena persona era, que libre y desprejuiciada!
A todos ellos los queríamos mucho. Hasta el día de su muerte, la noticia que nos descubre la soledad, como ahora nos pasa con Delfín Yeste. Caemos en la cuenta, cuando se van, que estaremos más solos por fuera. Pero no por dentro. El alma es el reverso de la soledad, el lugar recóndito donde todos nos acompañan sin límite de tiempo

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