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Eulogio Dorta, vecino de Santa Cruz de Tenerife, cumplirá 105 años de lucidez y buena salud

Este vecino de Vistabella, en Santa Cruz, es uno de los habitantes más longevos de la capital, a la que llegó en los años 50 desde su Lanzarote natal, junto a su mujer y la primera de sus tres hijos; antes combatió en la Guerra Civil, en la batalla del Ebro
Eulogio Dorta
Foto: Fran Pallero

En 1917 comenzó la revolución rusa que acabó con la dinastía de los zares. Ese mismo año, la entrada de Estados Unidos en la I Guerra Mundial inclinó la balanza de forma definitiva del lado de los aliados. En Portugal, en Fátima, tres pastorcitos afirmaron que vieron a la virgen. Y en Lanzarote, un 28 de julio, nacía Eulogio Dorta. Este 2023 cumplirá 106 años, lo que lo convierte en uno de los vecinos más longevo de Santa Cruz. Porque Eulogio lleva media vida viviendo en Vistabella, a dónde llegó en los años 50, con su mujer y su hija, para levantar con sus propias manos la casa en la que hoy se desenvuelve con total independencia a pesar de su edad.

Cuando se le pregunta qué hace para haber cumplido ya más de un siglo de vida, su respuesta es bien simple, “vivir”. Asegura que no hay secreto alguno, “yo como todo lo que me pongan delante” y recuerda como en Lanzarote comía “gofio, pescado seco, queso…”. Incluso protesta porque el vaso de vino que se toma a diario no va más lleno cuando se lo sirven, “todavía tengo boca y puedo tragar”, bromea. El único achaque que sufre es la sordera, pero como él mismo explica, subiendo el tono de voz y hablando despacio, entiende todo perfectamente.

La profesión de albañil, al igual que lo fue su padre en Haría, en Máguez, le permitió sacar a su familia adelante, a sus tres hijos, y a su mujer, eso sí, después de que el ejército lo dejara marchar. Y es que, como muchos españoles, con el estallido de la Guerra Civil, Eulogio fue reclutado para ir al frente, en el que estuvo durante tres años, en primera línea de combates, donde incluso lo hirieron. Eulogio es uno de los supervivientes de la conocida como la batalla del Ebro, en la que más combatientes participaron, la más larga y una de las más sangrientas de toda la guerra, según los historiadores.

Una etapa de su vida que recuerda vívidamente. “Llevábamos una mochila en la que solo la munición para la ametralladora pesaba 11 kilos, y con eso teníamos que avanzar, saltar muros, todo…”. Enumera perfectamente todo lo que llevaba encima: munición, correaje, el mosquetón, bombas de mano, la máscara antigases, el casco, “que pesaba un kilo”…

Cuando lo hirieron explica que, precisamente, lo único que no dejó atrás fue el casco, todo lo demás se quedó en el campo de batalla, incluido un zapato. “Estábamos avanzando cuando empezaron a dispararnos de un lado y otro y tuvimos que echar a correr. Yo me escondí detrás del tronco de un olivo y veía como silbaban las balas a un lado y otro. Aquel día murió uno nada más”.

Cuenta que cuando pudo echar a correr de nuevo, entre ráfagas de ametralladoras, y diciéndose a sí mismo “que sea lo que dios quiera”, pudo llegar al puesto de mando, y allí fue cuando se dio cuenta de que lo habían herido. “Llegué sin un zapato y sangrando. Incluso ya habían pasado lista. Fue el sargento el que se dio cuenta que estaba sangrando y me mandó a la enfermería. La bala entró entre los tendones pero no me tocó nada”, detalla mientras señala el punto exacto de su tobillo donde le hirieron.

Quince días en la enfermería y otra vez al frente. “Me curé antes pero había que esperar a que hubiéramos unos cuantos para que nos acercaran hasta donde estaban combatiendo, porque nosotros no sabíamos ni donde estábamos”, rememora.

Se acuerda con cariño de los “italianos” con los que le tocó combatir en las brigadas mixtas. “Con ellos las cosas eran distintas, eran la fuerza de choque, nunca estábamos en trincheras. Si había que romper un frente, allí que nos mandaban a nosotros, ellos eran los que iban delante”, y cuando se acabó la guerra y se fueron “lo notamos, todo lo que habían traído se lo llevaron, las armas, los tanques, y la comida, fue irse ellos y empezar a pasar hambre”, admitía.

Cuenta divertido como hacían “carreras de piojos”. “Se metían la mano en el sobaco, porque ahí es donde más se juntaban, y sacaban uno y lo ponían sobre un cartón con otros a ver cuál llegaba más lejos”.

Se emociona al recordar como el capitán de su compañía tuvo la deferencia de despedirse uno a uno de sus soldados, “no puedo evitarlo, cada vez que me acuerdo de como fue uno a uno me emociono, nadie tuvo un gesto como ese, nadie”.

Acabada la guerra, no pudo volver a Canarias. Estuvo años en “espera”. “Seguimos en Cataluña destacados porque no se fiaban de los catalanes, consolidando las posiciones ganadas con la guerra”. Sorprende a su familia con una revelación y es que tuvo una media novia por tierras catalanas. “No fue novia, estuvimos hablando, pero no fue nada serio, yo tenía novia esperándome aquí”, dice con sonrisa socarrona, y aprovecha para recordar la canción que cantaban los soldados cuando entraban a los pueblos, pidiendo a las chicas que no los miraran desde los balcones, que les hacían perder el paso.

Cuando por fin pudo volver a las Islas, ya licenciado, tuvo que seguir otros tres meses más vinculado al ejército porque “había rumores de que los ingleses iban a mandar barcos para invadir las costas, y teníamos que cuidar las orilla de las playas”.

Volvió a Lanzarote, donde se casó, y tuvo a su primera hija, Josefina, con la que ahora comparte casa, y que va camino de vivir tanto como su padre, con 79 años ya. Su marido, José, también presume de buena salud a sus 83 años. Guillermo y Lucinda son sus otros dos hijos. Estuvo casado más de 60 años con Lucinda, que murió a los 91 años.

Hasta la llegada de la COVID, Eulogio salía solo a la calle, se movía con más libertad, pero, como explica su hija Josefina, con la pandemia “por precaución optamos por que no saliera”. Eso no ha hecho mella en la salud de este hombre centenario que, cada día, sube la docena de escalones que le llevan a la azotea en la que cuida de sus plantas con todo el mimo del mundo. Cuanta su nieta Eurices, de 57 años, hija de Josefina, que su salud es tan buena que “no toma ninguna medicación, e incluso, cuando mis padres enfermaron por la COVID, él no se contagió aún viviendo todos en la misma casa”.

Eulogio tiene diez nietos y 15 biznietos, entre los que está Damaris, hija de Eurices y nieta de Josefina, que habla con orgullo de su bisabuelo, ayudándolo a recordar y enseñándole las fotos en blanco y negro que guarda en su móvil.

Lo único de su salud que Eulogio recuerda con disgusto son las veces que ha tenido que pasar por quirófano, “ahí si lo pasé mal”. Hasta tres veces lo han operado y le han quitado un trozo de intestino, aunque “a mi no me afectado para comer”, dice con media sonrisa. A la última se sometió con 102 años. “La doctora lo operó porque nos dijo que estaba tan bien de salud que valía la pena que viviera con calidad de vida lo que le quedara por delante”, cuenta su nieta.

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