Leo en Le Figaro Magazine la opinión de su jefe de redacción, Guillaume Roquette, la siguiente declaración: “Dans une démocratie digne de ce nom, ni les leaders sindicaux ni les instituts de sondage n’ont la légitimité pour faire la loi a la place des élus”. (En una democracia digna de ese nombre, ni los líderes sindicales ni los institutos de sondeo tienen la legitimidad para hacer las leyes en lugar de los elegidos). Esta opinión contrasta con la visión que se tiene desde algunos medios de comunicación españoles, que consideran una acción heroica a la protagonizada en las calles frente a las medidas del presidente Macron. Incluso hay quien echa de menos esas manifestaciones en este país, contra no se sabe qué, porque, de momento, quienes gobiernan parecen los reclamados para organizar la protesta contra los que no lo hacen. Se habla del rechazo del tribunal constitucional francés al referéndum de iniciativa popular y se incita a la desobediencia de las leyes, como si el Gobierno estuviera en las calles agitando a los manifestantes. Ese es el ambiente que respiro y creo no equivocarme. Nuestros gobernantes parecen congratularse con el fracaso del mandatario francés sin darse cuenta de que adoptan una posición irresponsable y peligrosa. Me dirán que solo se trata de una opinión y eso atempera el problema, pero deberíamos mirar un poco a nuestro alrededor, quitarnos la venda de los ojos y observar con frialdad lo que parece alegrarnos tanto. En Francia no queda nada de aquel socialismo del presidente Hollande y, además, como dicen las encuestas, cada vez que la izquierda de Mélenchon incrementa su radicalidad hace crecer a la ultra derecha de Marine Le Pen. Francia, la dulce Francia, la tierra de la Revolución y de Juana de Arco, siempre reacciona igual ante las exageraciones. Por eso Proust rememora los salones de la vieja aristocracia buscando al tiempo que se perdió, mientras en las cocinas se discute sobre el caso Dreyfus. Mayo del 68 fue el símbolo del último incidente que hizo arder París. El barrio latino efervescente mientras el jefe de la policía era retirado del Boulevar Saint Michel, con la cabeza sangrando, abierta por un adoquín. Dani Cohn Bendit, llamado el rojo, es hoy un anciano que vive en Alemania al que nadie hace caso. El país siguió haciendo crítica de la estupidez de su clase media, recordando a Jacques Tati y sus Vacaciones del señor Hulot. Un mes después de las refriegas heroicas, por las que pasaron todos los que más tarde se acreditaron para hacerse un nombre en la política progresista, el general Charles De Gaulle ganaba las elecciones con una mayoría abrumadora. Ya había pasado antes, cuando la independencia argelina, y retornaron los pieds noirs y el país temblaba bajo las bombas de la OAS. Intentar parecerse a Francia es jugar con fuego porque siempre el tiro suele salir por donde menos se le espera, habitualmente por la culata. Cada día veo en la tele las cargas de la policía en las ciudades francesas, y siento la nostalgia de los agitadores por no poder hacer lo mismo. La vocación de la izquierda está en las calles, pero desgraciadamente no se puede estar en todos los sitios a la vez: en misa y repicando que es como se dice en nuestra tradición católica. Los efectos nunca han sido positivos en el país vecino. Quiero decir que no recuerdo, salvo las nostalgias revolucionarias de finales del XVIII, a ningún dirigente que desde una huelga haya sido aupado a los sillones del Eliseo. En fin, toda esta euforia me sugiere que los que gobiernan están añorando ocupar los puestos en las barricadas y correr delante de la policía, o detrás, según se mire, para ejercer ese derecho romántico de cambiar al mundo desde la agitación y la lucha callejera.