Una filóloga, que me ruega que no dé su nombre, me alerta sobre mi breve alusión al libro La muerte de Napoleón, de Simon Leys (seudónimo de Pierre Ryckmans), del que hablé brevemente en otro artículo. “Parece que usted ha convertido en histórico un relato de ficción”, me dice. Pero no es del todo verdad. La obra es una novelita fantástica, que trata de contar una versión absurda y novelada de la huida de Napoleón de la isla de Santa Elena. Pero estoy seguro de que algo de verdad contiene el relato, o al menos el autor saca a relucir lo que pudo ocurrir, si no se supiera que la muerte de Napoleón ocurrió por envenenamiento con cianuro, como se demuestra en los análisis de sus cabellos, realizados tanto tiempo después. La muerte del controvertido personaje, en su historia póstuma, llegó al deliro tal que su pene fue subastado, creo que en los Estados Unidos. En la serie de ficción Succession, de HBO, uno de los hijos del potentado Roy lo compra y lo guarda como un trofeo. Napoleón Bonaparte quiso conquistar el mundo, pero como todos los grandes ambiciosos de la historia, pretendió llegar más lejos de lo que un ser humano puede aspirar. Les ocurrió a otros, a Bolívar, a Hitler, a todos los obsesionados con el poder global. También me recrimina mi comunicante que compare a Pierre Vilar, un escritor riguroso, con el autor de un relato de ficción. Ahí sí que me pilló. Yo quería referirme a la claridad narrativa, a la capacidad de síntesis, no al rigor histórico que Pierre Vilar tiene y a Simon Leys se le supone. De todas maneras agradezco mucho la carta de mi nueva y joven amiga, lectora apasionada de todo, y sus impublicables confidencias. Por supuesto que lo que cuenta Leys pudo ocurrir, pero no ocurrió.