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El anillo

Un día, mi abuela materna Rosa, que era una santa, vendió todas las botellas de cristal que tenía y me compró un anillo de oro. Andando los años, ese anillo, que lucía una piedra marrón, en uno de mis frecuentes momentos de apuros económicos, lo vendí. Yo, cuando la bonanza, lo había convertido en símbolo de mis apellidos, le quité la piedra marrón y le puse otra, encargada en Alemania, con los dos escudos heráldicos familiares. Esa piedra pude salvarla, porque al de Compro Oro sólo le interesaba el metal precioso. Ahora lo quiero reconstruir, en honor a mi abuela Rosa, a la que nunca he citado en un artículo. Una mujer admirable, toda bondad, que se pasó la vida cuidándonos y recomendándonos que tuviéramos cuidado al cruzar. Una recomendación que hizo fortuna en toda mi generación. He estado unos días en el sur de Tenerife con mi familia. Me hacía falta. Tener cerca a mis hijas a mí me hace mucho más fuerte; y generalmente las tengo bastante al lado porque hablo con ellas diariamente y las veo con mucha frecuencia. Llega un momento, a estas alturas de la vida, que sentirte solo no es bueno y has de procurar que quienes te quieren anden rondándote. Estos dos días en San Eugenio, con motivo del cumpleaños de una de mis hijas, me ha traído bastante paz. El problema era separarme de Mini, pero mi hermano suple el cariño y la dependencia de la perrita hacia su dueño. Mis hijas no conocieron a su bisabuela Rosa, que murió de cáncer a los sesenta y pico largos. Ni tampoco les he contado lo del anillo, convertido ya en oro impersonal y vendido por el mundo. Vendrá otro, para incorporarle la piedra, con los dos símbolos familiares. Un anillo cambiado por botellas de cristal. Qué cosas, querida Tata.

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