En contra de lo que cabría esperar, todo nacionalismo tergiversa la historia e inventa el pasado, que reescribe constantemente al compás de sus intereses. Eso explica su enorme éxito en España, un país y una sociedad que se caracterizan por no respetar su historia y desconocer su pasado. Y por eso estamos condenados a repetirlos incesantemente. No es comprensible, por ejemplo, que, desde la idea de los llamados Países Catalanes, el nacionalismo pancatalanista niegue a Valencia su condición histórica de antiguo Reino, y haya obligado a sustituirla por una denominación amorfa que rebaja su personalidad: Comunidad Valenciana. Y no es el único caso en cuanto al reconocimiento de los entes políticos históricos españoles y de sus denominaciones históricas y actuales.
Otra comunidad autónoma que ha traicionado sus orígenes y su historia al adoptar su nombre es el mal llamado Principado de Asturias. Asturias no fue un Principado, fue un Reino, y nada menos que el reino que dio origen a León y después a Castilla, es decir, que fundó lo que luego sería España. Y cuando en 1388 Juan I de Castilla le concede a su hijo Enrique el título de Príncipe de Asturias, se lo concede como una dignidad meramente honorífica que pone de relieve su condición de heredero -no de titular- de un Reino. En algún momento el título comportó también un señorío jurisdiccional, los señoríos que fueron abolidos por las Cortes de Cádiz. Un nuevo inmenso error político de la dinastía borbónica y de los propios constituyentes de 1978 al primar un título castellano frente al título equivalente de la Corona de Aragón -Príncipe de Gerona- y del Reino de Navarra -Príncipe de Viana-, los tres reinos que fundaron España. Además, los Premios Princesa de Asturias, su concesión y su ceremonial, minusvaloran públicamente a los otros dos títulos.
El problema se plantea cuando se mezclan los criterios históricos genuinos con otros de oportunidad o dinámica política. Hasta el punto de que hablamos de comunidades históricas para referirnos no a todas las que hunden su existencia en la Historia, sino a las que habían iniciado -o culminado- procesos autonómicos durante la Segunda República. No parece razonable -ni justificado-, por ejemplo, que en el antiguo Reino de Castilla hayan surgido Comunidades uniprovinciales, que superponen de manera altamente ineficiente sus instituciones comunitarias con sus instituciones provinciales y hasta municipales. ¿Qué sentido tiene la autonomía política y el Parlamento de La Rioja -la antigua provincia de Logroño-, parte histórica de Castilla y cuna de la lengua castellana? ¿Y de Cantabria -la antigua provincia de Santander-, que fue el Mar y la Montaña de Castilla? Ambas comunidades autónomas son el resultado de un criterio político que buscaba rodear -y contener- al País Vasco. Una nueva prueba de que somos un pueblo que desconoce su historia y asume falsas tradiciones inventadas lo dieron los constituyentes de 1978, cuando aprobaron una Disposición Transitoria cuarta que establece el procedimiento para la incorporación de Navarra la País Vasco, cuando, en todo caso, lo históricamente procedente sería justamente lo contrario: la incorporación de las Provincias Vascongadas desde Castilla al antiguo Reino de Navarra. Pero estamos en España, y todos estos disparates no tienen remedio.