tribuna

Las vacunas que inspira Superman

Si algo sorprende en esta resurrección tras la pandemia son los avances médicos y científicos espectaculares que están combatiendo en serie la pesadumbre que nos invadió a miles de millones de personas (por primera vez tanto y a tantos al mismo tiempo) hace tres años, cuando recibimos la noticia de que nuestra generación sufría una enfermedad mundial, tras cien años de inmunidad. Ahora, con ese telón empezando a caer por suerte, tras el final de la emergencia sanitaria global y de las restricciones, una representación acaba y empieza otra. Año 2023. Nos embargan nuevos riesgos (por temores que no sea) y, simultáneamente, como digo, vivimos en un sobresalto feliz al calor de una lluvia de anuncios de la ciencia y la medicina, como, si de pronto, se abriera paso una especie de panacea universal. La nueva obra de teatro (siempre Shakespeare: el mundo como un escenario) combina el drama de la guerra con estos taumaturgos de la ciencia. Y el ciudadano de a pie es el mismo espectador, que sobrevive a un cataclismo y, cuando más teme otro, le estremece la esperanza de obtener remedios sobrenaturales, antes incluso de que los avances se multipliquen a la luz de la inteligencia artificial, lo cual es como estar a las puertas de un segundo Internet elevado a la máxima potencia.

Y así conviven estos días en paralelo el habitual apocalipsis que nació con esta década y ese inesperado nirvana de última hora, mientras trabajamos, nos dolemos como de costumbre, festejamos la pospandemia como si acabara de inventarse el libre albedrío y nos disponemos a votar.

Es un insólito duelo de titanes en esta paradójica época que demanda sus mitos. Las viejas fuerzas del bien y del mal cara a cara. Y vuelven los superhéroes a nuestro imaginario infantil. Hasta el papa recibe a Spiderman en la Plaza de San Pedro. Justo cuando más descreemos de los líderes y dirigentes.

De manera que esto es lo que percibo. Se instala en la opinión pública una enorme fe en la ciencia y una desconfianza descomunal en los próceres del mundo. Retornan, por tanto, los dioses, y son dioses de bata blanca. Que, llegado el caso, nos salven los mitos, los ángeles de laboratorio y los héroes del cómic. Vayamos por partes.

Estamos resurgiendo de una pandemia y nos anuncian por megafonía, como aquel Melquíades alquimista de Cien años de soledad, curaciones providenciales que cambian el chip de un mundo valetudinario con la moral por los suelos. El santo grial del ARN mensajero, la molécula que revolucionó las vacunas de la COVID, está detrás de algunas de estas inesperadas fórmulas mágicas que permiten soñar con el fin del cáncer, que era el coco de nuestras vidas hasta que llegaron el virus con espículas y Putin, y enseñaron sus garras. El único acuerdo alcanzado en mitad de este conflicto, el de la exportación de cereales de Ucrania y de alimentos y fertilizantes rusos a través del mar Negro, pende ahora de un hilo, en medio de la masacre de Bakhmut, cuando expira su vigencia el próximo sábado en un momento crítico de exterminio visceral.

Nuestra campaña electoral sigue a lo suyo, como un microclima en medio de las tempestades de la guerra y la bonanza de la ciencia. Iremos a las urnas sin mascarillas, que es una buena señal. La pandemia fue el inicio de esta carrera de la ciencia, que emuló a los superhéroes. Todo empezó con la vacuna de la COVID en los estragos del SARS-CoV-2.

El ARNm contribuye a confiar a corto plazo en un antígeno de amplio espectro contra el cáncer polivalente, una de las causas predominantes de muerte, y esta semana ha saltado a la portada de nuestro periódico y de la mayoría de los medios por sus prometedores resultados, según Nature, contra el páncreas, nada menos. El cáncer inexpugnable por excelencia, el más letal. Son días de eureka. La ciencia, a su vez, alumbra un mapa que refleja la diversidad genética del pangenoma humano y que abre las puertas a prometedores hallazgos en viejas afecciones conocidas desde hace tanto tiempo que las dábamos por imposible, como la diabetes, el asma, las enfermedades cardiovasculares o el propio cáncer con mayúsculas.

Así que, envueltos en esta racha de gamuza que avecina toda clase de medicamentos y antídotos contra los males mayores, no queda otra que saludar el futuro viéndolas venir con una extraña sensación de agrado, sin acabar de creernos que por una vez las tornas vengan bien dadas.

Ese panorama tan prometedor, sin embargo, tiene un flanco débil, que amenaza arruinar todo el castillo de naipes. Es la guerra la que estropea el conjuro. Y la cara de Putin de pocos amigos el martes en el desfile diezmado, sin armamento convencional convincente ni casi tropas de rigor, en el Día de la Victoria en la Plaza Roja de Moscú, con la mirada perdida como un extraviado, pensando en las trifulcas internas con el jefe de los mercenarios de Wagner, Yevgeny Prigozhin, en los próximos sabotajes de falsa bandera para victimizarse ante un pueblo desencantado y, en última instancia, en el famoso cheguet, el maletín nuclear ruso. Son tres maletines con los códigos para que un misil nuclear táctico cruce el cielo y caiga en Kiev como ocurriera en Hiroshima y Nagasaki. Los tienen en su poder Putin, el ministro de Defensa y el Jefe del Estado Mayor. Si dos de esos tres maletines se ponen de acuerdo y dan la instrucción más temida, apaga y vámonos.

A las voces que claman por la paz, desde Xi Jinping al papa pasando por Lula, Sánchez o Macron, han respondido con desmotivación Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, y António Guterres, secretario general de la ONU. Ambos sostienen que los contendientes no cesarán el fuego por ahora porque piensan que pueden ganar. De manera que, en el peor de los casos, necesitamos creer en Supermán, en aquella escena en que voló tras la estela del cohete y lo desvió hasta el espacio estelar. Y de paso, en la posible kryptonita de Putin, su talón de Aquiles. Los científicos no han dicho nada en sus previsiones respecto al elixir de la guerra. No hay noticias médicas todavía acerca de la vacuna de la paz.

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