El 30 de diciembre de 2006 estalló una furgoneta bomba en el aeropuerto de Barajas y murieron dos ecuatorianos, uno de ellos mientras echaba una cabezada y esperaba a un familiar. Era el primer atentado de ETA en nueve meses de alto el fuego durante las negociaciones de paz con el Gobierno de Zapatero.
Poco después, en compañía de un periodista vasco, entrevisté a Julen Madariaga, uno de los fundadores de ETA, ya convertido a la causa del diálogo y la reconciliación. Aún no habían concluido las conversaciones del Gobierno y la banda terrorista. España vivía envuelta en un clima de terror. La paz llegaría en 2011, pero en ese interín en que tuve la oportunidad de hablar con uno de los padres de ETA, un contacto influyente de los fontaneros de la Moncloa en aquellas horas decisivas, le pregunté:
-¿Por qué han vuelto a matar?
-Es el lenguaje que utilizamos en ETA de toda la vida. Esta furgoneta bomba significa que el Gobierno no está cumpliendo lo acordado, se retrasa en dar lo que se le pide y, por tanto, para avanzar en la buena dirección hay que hacerle comprender que esto va en serio.
-¿Y no hay otra manera?
-No, ese es el modo en que habla ETA, su manera de hacer entrar en razón.
Me desconcertó la respuesta de un hombre culto, doctor en Derecho por Cambridge, pese a que ya había descendido a la realidad, promovido organizaciones como Aralar y la pacifista Elkarri, y se había apeado de la ola de horror que él mismo había provocado en los orígenes de ETA junto a otros seis conmilitones en 1959. Era “el lenguaje” del terrorismo, insistió en una larga conversación.
Ahora, cuando la serpiente se enrosca en la memoria de todos los testigos de ese periodo horrendo de la dictadura y la democracia estragada por los tiros en la nuca, la cuestión vuelve a ser el lenguaje, pero esta vez se trata del de los demócratas más nostálgicos, furibundos y reactivos ante los herederos de la banda armada. No hemos asumido el precio de las palabras. Las implicaciones de la palabra democracia. Seguimos instalados en los años 80 y 90, y en los albores de este siglo, cuando hablar de la reinserción democrática de los terroristas era hacerlo en un idioma incomprensible a oídos de los más intransigentes. Como en Colombia donde Uribe se resistía sin margen de concesión a quienes se adentraban en la tupida selva para negociar con la guerrilla y poner fin a la carnicería. España no es menos. El viejo caballo de Troya ha vuelto a entrar en liza. Nadie echa de menos a ETA. ¿O sí?
Sacar a relucir el tema ETA es un clásico electoral conservador, un acto reflejo. Esta vez, además, es un latiguillo a medida para Ayuso, que es para Feijóo una amenaza mayor que la de Sánchez.
La presidenta madrileña ha sido desautorizada por la cúpula de Génova (Feijóo, hoy en Tenerife, dio por zanjado su empeño de ilegalizar a Bildu: sería un “brindis al sol”) y por las familias de las víctimas, pero ha logrado que crezca una hierba afín que tape a moderados como Feijóo y ella asome la cabeza con una dentellada que desbroce el camino del PP hacia la Moncloa como la única némesis capaz frente a Sánchez en las elecciones generales. ETA no es el mensaje, sino el medio para ese fin. Por burdo que resulte. Hay demócratas y demócratas. Y el aserto de Aznar presidente en 1998, “tomar posesión de un escaño siempre es preferible a empuñar las armas”, era tan acertado para aquel escenario como para este.
Sánchez, entre sus verdades del barquero en el Senado, recordó que ETA ya es historia por suerte, dejó de existir hace 12 años por iniciativa del Gobierno de Zapatero tras 43 de trayectoria criminal y antes de ello era tal la psicosis social que, en buena lógica, Aznar se plegó a negociar con los terroristas, a acercar a unos presos y a excarcelar a otros.
El debate, a Dios gracias, se reduce ahora a que Bildu lleva exetarras condenados en sus listas municipales, una adenda de la lacra, si se quiere, que puede repugnar, pero no equivale a aquella horrible experiencia. Son terroristas que han cumplido condena.
La polémica ha derivado en una sobreactuación. Ayuso anhela ser la candidata a la Moncloa. ETA es un mantra envenenado que la sitúa en la casilla de salida. La cruzada contra Bildu es un pie en el estribo de ese viaje: la caza mayor de la presidenta madrileña que defenestró a Casado. El duelo con Feijóo es el gran desenlace conservador de la política española pendiente, es el pulso entre elegir a Trump o a John McCain, el republicano tranquilo que perdió ante Obama. Ayuso tiene cosas de Trump y en su guion decir el desatino de que Bildu “es ETA, está viva” es una de tantas falacias o verdades alternativas que aguanta el trumpismo ayusista.
Hay recuerdos personales que marcan a mi generación. No podría olvidar a Ernest Lluch atendiéndome para una entrevista en un hotel de Tenerife poco antes de ser asesinado en noviembre de 2000 de dos disparos en la cabeza. Algún que otro comentario ha estado fuera de lugar, como dijo Patxi López este viernes a nuestro periódico. Es el caso de Pedro Rollán, senador y vicesecretario del PP, que tiró por elevación al afirmar que una ley inocua como la de vivienda, aprobada esta semana con el apoyo de Bildu, había nacido sobre las cenizas del atentado de Hipercor (21 muertos en 1987). Se han dicho muchos disparates al calor de las brasas de una consigna electoral. Pero lo que desborda el margen de una mera controversia es el empecinamiento extremista de Isabel Díaz Ayuso, su amazonomaquia contra Sánchez y Feijóo, al pretender ilegalizar a “una formación política democrática”, como dictamina la Fiscalía General, aprovechando el efecto emocional del soniquete de ETA. En Irlanda del Norte, a este paso, ha surgido un nuevo IRA, y dos encapuchados dispararon hace poco contra un policía en presencia de su hijo en Omagh.
En Colombia, por haber sido Aureliano en otros tiempos, el guerrillero que usaba un alias garciamarquiano, los nostálgicos irreductibles piden que le den un golpe de Estado a Petro, el presidente, que gobierna al frente de un gobierno de izquierda. Es el resentimiento, los retoños de la cólera que brotan en todas las democracias.