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Un rey en el exilio

En las democracias ha tenido lugar una transformación penal radical, que ya se había iniciado con el liberalismo y el final del Antiguo Régimen. Desaparece la tortura en los interrogatorios y las detenciones, y la pena de muerte deja de ejecutarse en público, para quedar confinada al interior de las prisiones. Algunos de sus procedimientos cambian hacia métodos supuestamente más humanos, y las garantías procesales de sus condenas se incrementan. Pero el cambio absoluto se da cuando la pena de muerte queda abolida, hasta el punto de que un indicador de la calidad de una democracia es precisamente su abolición, que, por ejemplo, es obligatoria para pertenecer a la Unión Europea. La triste excepción se da en los 27 Estados y la jurisdicción federal de los Estados Unidos que la conservan, y las ejecuciones públicas de Irán y masivas de China nos bastan para calificar a sus regímenes políticos.

Una pena muy característica que ha existido siempre y que desaparece en nuestros días es el destierro o exilio. Los exiliados o desterrados que subsisten son los que huyen de dictaduras y autocracias, a veces para salvar su vida; y en los ordenamientos democráticos solo perviven las órdenes judiciales que, para proteger a las víctimas, imponen un alejamiento forzoso de personas o territorios. Además, la pérdida de la nacionalidad de origen y la apatridia no pueden ser impuestas como castigo penal.

El exilio o destierro no puede ser impuesto por un tribunal de justicia, pero, sin embargo, si lo puede ser por las autoridades, la opinión pública y los medios de comunicación, y lo estamos comprobando en el caso de Juan Carlos I, al que los medios llaman el rey emérito, con un calificativo que, lejos de ser laudatorio, incorpora un matiz de descalificación. Es evidente que en el ámbito privado ha protagonizado una y otra vez conductas éticamente reprobables en materia económica y fiscal, y es evidente también que la Agencia Tributaria le ha concedido un trato de favor, que cualquier ciudadano no hubiera obtenido. Pero lo cierto es que ha regularizado su situación y no tiene ninguna causa pendiente en España. En el Reino Unido es objeto de una demanda civil, que, de ser estimada, no comporta consecuencias penales, por lo que desde el punto de vista jurídico es un ciudadano español en la plenitud de sus derechos de residencia y movilidad en España, y de su libertad de expresión. No obstante, se le ha obligado política y socialmente a exiliarse, y se le persigue desde el Gobierno y la Casa Real supuestamente para proteger a la monarquía, aunque nuestros gobernantes no son ni muy republicanos ni muy partidarios de Felipe VI. En los últimos tiempos se ha vetado su asistencia a la coronación de Carlos III y a un almuerzo privado con el monarca británico, y en su segundo viaje a España se le ha exigido que transite como un fantasma, en silencio y en vehículos con las ventanillas subidas. Y se promocionan libros con supuestas informaciones sobre él sin contrastar.

Curiosamente, sus críticos no insisten en la humillación pública a la que ha sometido a la reina Sofía, y le conceden en la Transición y en el intento de golpe de Estado de 1981 un papel superior al que desempeñó en la realidad, un papel que se limitó a dejarse guiar por las personas adecuadas. Pero no debemos olvidar que estamos en España.

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