tribuna

Cormac McCarthy

Ha muerto Cormac McCarthy con cerca de 90 años. Uno de mis escritores norteamericanos favoritos, que formaba parte del anti bestseller, ese género editorial que tanto daño ha hecho a la literatura y a la proliferación de escritores mediocres en busca del éxito. McCarthy tardó mucho en conseguirlo, pero no sucumbió a las glorias sino que se mantuvo fiel a su condición austera de tropezarse cada día con su trabajo, libre de influencias y huyendo de ser encuadrado en grupos, capillas y estilos. Simplemente siendo un escritor, con lo difícil que eso resulta. Resistió a la fama de ser un maldito, como Salinger o Foster Wallace, y logró mantenerse fiel a su compromiso con la crudeza, demostrando que un autor que se plantea un reto serio con su escritura debe hacer lo mismo con su vida para que la gente se lo crea. Tardó demasiado tiempo en ser comprendido, pero nunca abandonó, como no abandonan los que no tienen como meta el reconocimiento masivo sino la propia satisfacción de encontrarse a sí mismos en lo que han escrito.

Cuando leí La carretera, publicada en 2006, creí encontrarme ante una premonición apocalíptica escrita de forma magistral. No le hacía falta presentar visiones horrendas y extremas. Era la desolación de lo que ocurría el día después. Un mundo vacío y caótico en el que había renacido la brutalidad y donde imperaba la desesperanza en la recuperación. Eran los umbrales del final y, sin embargo, se podía interpretar como el retrato descarnado de la sociedad con la que convivíamos habitualmente. Hay quien cree ver en la novela al Melville de Moby Dick o al Conrad de El corazón de las tinieblas, pero yo creo que no tiene que recurrir a los misterios de los monstruos marinos ni a la negritud de los ríos africanos para mostrarnos esa otra cara que nos aterra.

Hay un espacio en la trasera de nuestras casas donde reside la desolación. Basta con adentrarse en el paisaje de los basureros, en el territorio de la iniquidad, para darnos cuenta de que el apocalipsis convive con nosotros. Un mundo lleno de personajes desdentados que navegan sobre la amoralidad, en busca de un norte que no existe. Un ambiente de músicos que han perdido el interés por el acorde y la afinación, en el que, a poco que rasques, surge la mentira una vez que la desproveas de la costra que la esconde. McCarthy no es cruel ni carente de amabilidad: solo dice la verdad de la forma desnuda con que lo sabe hacer. Este hombre se ha muerto en su casa después de pasarse la vida escribiendo. Bastante ha hecho con eso. De vez en cuando pasan por nuestras vidas gentes como él.

Descubrimos la otra cara de las cosas, porque todas las cosas tienen otra cara que está ahí para que la descubramos. Al mundo le tiene que nacer un Cormac McCarthy de vez en cuando para poder ver aquello que no quiere ver. Luego se morirá, y los contables encargados de hacer la exégesis nos hablarán de los millones de libros que vendió y de los reconocimientos y premios que obtuvo a regañadientes, demostrando que no han entendido nada. Otros no entenderán cómo de la realidad americana puede surgir tanta miseria, pero es que el mundo es así, y alguien tiene que venir para levantar la punta de una cortina y podamos contemplar lo que hay detrás. Mientras tanto seguiremos discutiendo sobre Biden y Trump, evitando descansar la mirada en ese gran cubo de basura que nos mostraban, destapado y lleno de mosquitos, Cormac McCarthy y David Foster Wallace. Ya se fueron los dos con su cantinela a otras regiones de la imaginación, pero sus libros siguen estando en la estantería de mi casa.

A propósito, en El País he leído una reseña donde se lamentan de que en el escaso cuarteto de escritores norteamericanos dignos de ser tenidos en cuenta, entre los que figuran estos dos que nombro, solo haya blancos, hombres y heterosexuales. ¡Vaya por Dios! Nunca acertamos. ¡Que tendremos que hacer para ponernos al día en el falso paraíso de lo igualitario y lo inclusivo!

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