tribuna

Alarmas

Decía un profesor de la Universidad de La Laguna que un grano de trigo es riqueza y dos granos más riqueza todavía. Después me di cuenta de que estaba siguiendo esa teoría bastante simplista surgida de unos escritos de Benjamín Franklin. Lo descubrí leyendo a Max Weber en su obra: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. En realidad la suma de cosas pequeñas puede dar origen a algo mayor. Ocurre con todo; por eso lo colectivo a veces se convierte en el sacrificio de lo individual, y una vida humana pasa a no significar nada dentro de su función heroica de darle sentido a la especie.

Viéndolo así, me pareció que las diferencias entre el pensamiento comunista y el capitalista no eran tantas, que la concepción del hombre integrado en sus responsabilidades colectivas no era otra cosa que una obligación impuesta por la biología, y que la mejor respuesta a la demanda de libertad de la persona, integrada en el conjunto social, era la anarquía como principio de rechazo a cualquier orden impuesto desde la organización, la gran máquina que todo lo puede, el gran hermano.

Sumido en estas dudas se me presentan las alarmas como la característica más definitoria del tiempo en que estamos viviendo. Nuestra existencia se desarrolla en torno a una alarma genérica. Cualquier disyuntiva que se nos presenta se convierte en eso. En ocasiones se refieren a asuntos que no podemos controlar, como el clima y los inconvenientes derivados de sus cambios. Lo que antes poníamos en manos de los dioses hoy lo intenta resolver la ciencia, transformada en el gran demiurgo al que nos tenemos obligatoriamente que someter. Los dioses, y sus amenazas y sus castigos, eran las alarmas que orientaban nuestras vidas.

Una religión nos convenció de que el origen de nuestras desgracias estaba en nuestro comportamiento desleal ante la majestuosidad de la creación, pero luego fuimos redimidos gracias a la muerte de un inocente que cargó sobre sus hombros con todas nuestras culpas. Sin embargo, las alarmas y el miedo siguieron imperando, a pesar de que unos pocos hombres sabios nos indicaban que para mantener limpio nuestro pensamiento deberíamos desembarazarnos de todos los temores.

La política también se ha convertido en una situación de alarma permanente. Por eso cada una de las opciones que se presentan como solución nos advierten principalmente de los riesgos de adoptar una decisión en un sentido o en el otro. El triunfo de los contrarios significa la debacle, en una interpretación catastrofista del ejercicio democrático. ¿Qué nos ha llevado a esto? Al final, qué más da si un grano de trigo es riqueza y dos lo son más, si Franklin seguía interpretando el ahorro como la base de la economía, si el capitalismo y el comunismo vienen a ser lo mismo, cuando la escuela de Chicago acabe por implantar la fusión de ambas prácticas en el modelo chino revolucionario.

Pese a todo, esta aparente uniformidad ha dado pie a que surja un hombre biológico que arroja sobre sí mismo la responsabilidad de todo lo que ocurre, que se regodea contemplando su pecado, porque alguien le induce a pensar que todo es su culpa. Ante esta actitud masoquista es preferible volver a sacar a las vírgenes a las puertas de las iglesias y pedirles que no llueva más, a costa de sufrir las inclemencias de la sequía.

Estoy seguro de que me dirán que alarmo con lo que escribo, cuando lo único que hago es tratar de adivinar quién ha puesto de moda estas técnicas para controlarnos mejor. Mientras tanto, alarma que algo queda.

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