Me recuerda Abascal a un amigo de ultraderecha, cuando Blas Piñar -el notario pico de oro que llevó una vida longeva como Berlusconi defendiendo ideas carpetovetónicas- hacía proselitismo al frente de Fuerza Nueva en los estertores de la dictadura, y los que profesábamos subrepticiamente ideales democráticos tirábamos balones fuera para no dejar rastro a la policía. Con aquel amigo ultra de la adolescencia se podía hablar, siendo precavido, para que no te llevara al huerto.
El fair play nunca debe faltar ni entre demócratas y fascistas, pero marcando el terreno, cada uno en su sitio. Como en el fútbol: las amistades, a un lado y los colores, a otro, con líneas rojas. Merengues y culés nunca se hacen concesiones.
En el caso de Santiago Abascal, hay algo en él que le hace congeniable, y uno, en las antípodas, se imagina sosteniendo una conversación civilizada con el líder de Vox. Las discrepancias, por abultadas, no impedirían darse la mano, charlar pacíficamente y despedirse sin perder las formas. No todos sus correligionarios tienen ese déjame entrar. Manuel Fraga también lo tenía. Ya he contado que nos decía en privado a mi hermano Martín y a mí que uno de sus mejores amigos en el Congreso era el comunista canario Fernando Sagaseta. Y cuando visitó Cuba, quedó prendado de Fidel, y el flechazo fue mutuo. Se puede disentir hasta la médula y no por ello negarse el saludo. El miércoles debatirán Pedro Sánchez, Yolanda Díaz y Santiago Abascal en RTVE, y habrá una silla vacía, aunque no la veamos físicamente.
Se equivoca Feijóo eludiendo sentarse a debatir en presencia de su socio tras los pactos del 28M. Es Vox pópuli. Esta semana han sido las investiduras de la Comunidad Valenciana y Extremadura, donde el líder del PP obligó a su candidata a claudicar ante la ultraderecha. Hacer una cosa y fingir la contraria puede acarrear sorpresas en las urnas.
Feijóo lo ha hecho todo bien para sus intereses en esta campaña, salvo olvidar los papeles del debate en casa, que un taxista simpatizante de Sumar le alcanzó a Atresmedia a tiempo de medirse a Sánchez con los gráficos trucados, y el innecesario abuso de hechos alternativos, como decía Conway, la consejera de Trump que bautizó las famosas posverdades o fakes del tramposo presidente. Las mentiras del debate. Feijóo debió cuidar su imagen de hombre serio. Y evitar bulos como el pucherazo del voto por correo, tan genuinamente trumpista, que ha puesto de moda al cartero -un oficio en horas bajas por culpa del email- para que hiciera horas extras “con independencia de sus jefes”. No estamos en 1984, sino en 2023, pero esta, como veremos, es la campaña más orwelliana que se recuerda.
Que nadie se llame a engaño. No es un pulso entre Sánchez y Feijóo, sino la lengua de la serpiente. La izquierda apenas gobierna en casi toda Europa, solo en Alemania, España, Portugal, Eslovenia y Malta. Y la derecha tradicional, como el PP español, también ha ido menguando en países significativos como Francia. Feijóo no las tiene todas consigo. Lo que va saliendo a flote es la burbuja de la ultraderecha, que ya se aposenta en gobiernos europeos como en Italia o Finlandia o los sustenta como en Suecia.
¿Por qué hablo de la serpiente? Porque en los años 80 ya empezaba a colear. Jörg Haider, un joven yuppy austríaco, que se mató más tarde en un accidente de tráfico en estado de embriaguez, se dio a conocer boicoteando simplemente señales de tráfico bilingües en alemán y esloveno en su natal Corintia, con claro talante xenófobo. Terminó alabando a Hitler y fue vetado como un estigma electoral por parte de Europa. Desde los años 70, el patriarca francés de ultraderecha Jean-Marie Le Pen pedía paso. Cuando gobernaba Miterrand, le mendigaba espacios en televisión sintiéndose discriminado. Hay otro precedente. Geert Wilders, el político holandés de la poblada moña blanca, que odia a migrantes y refugiados desde finales del siglo pasado y llama “bruja” a la actual ministra de Finanzas, de 61 años, la liberal Sigrid Kaag, que se retira hastiada de recibir amenazas de muerte.
En España, ya toca a la puerta ese cartero que viene de recorrer Europa. Algunos piensan que el detonante de estas elecciones a por todas fue el impuesto a la banca y las energéticas. El gran capital habría visto las orejas al lobo y dicho, ¡basta ya! España, tras la pandemia y con la guerra, es una anomalía en Europa. Siendo escasos los gobiernos progresistas que quedan en pie, el de Sánchez habría ido demasiado lejos. No por casualidad, el presidente de Alemania, Steinmeier, alertaba alarmado el pasado domingo que la ultraderecha, la AfD, ya aventaja a la socialdemocracia de Olaf Scholz (SPD) con un 20% en intención de voto. No, no es la derecha convencional la que se abalanza sobre el continente. La izquierda se ha vuelto barroca en boca de abuelos, mientras las redes sociales sudan al calor de las ideas más conservadoras con métodos sofisticados. Ya avisó Macron en la última cita francesa de que algo raro estaba operando en la voluntad de los electores. Se ignora a dónde nos conduce el rastreo de las opiniones y las emociones, pero en los años 50 ya Isaac Asimov escribió aquel relato, Sufragio universal, donde el dedo de un solo votante humano decidía unas elecciones desde su ordenador. Ojalá estemos a tiempo de evitarlo.
Ya hemos visto cómo Sánchez pasaba de presidente a aspirante el mismo día del debate, según el designio mediático que le asignó ese papel. Poco antes, el 4 de julio, Feijóo presentaba su programa electoral en el auditorio de la Casa de América, en Madrid, delante de un atril sin ningún logo del PP, con una escenografía que simulaba estar en el Palacio de la Moncloa con las banderas de España y la UE. El efecto de Feijóo presidente de antemano, unido a un supuesto estado masivo de opinión a su favor, inquieta entre algunos analistas, que no habían asistido antes a un fenómeno tan osado de predestinación política.
El cartero de Feijóo, como aquel de Neruda, desconfía de las metáforas. Todo discurre ya como en una distopía. Esa carta del destino. Salvo que la propia Historia contenga erratas que ella desconoce. Lo sabremos el domingo que viene. Cuando se abra el buzón.