La resaca electoral está siendo toda una representación teatral. Nunca antes se sobreactuó tanto. Y la política, a este paso, derivará en un juego de luces. Feijóo, por ejemplo, finge tener opciones a la investidura, pese a las evidencias en contra tras el veto del PNV, pero, en realidad, la que busca, ganando tiempo, es la otra investidura: seguir al frente del PP. Se le ha puesto cara de guardia civil. Ahora, contempla hablar con Puigdemont, el primer tabú que cae por la derecha.
Ayuso, otra actriz destacada en el elenco conservador, sonríe y comparece. ¿Por qué sonríe? O mejor dicho, ¿por qué es la única persona en el PP que sonríe tras el 23J? Si el espectador la sigue atentamente, repara, en su irrupción aquella noche electoral en el balcón de Génova, en el rojo de su blusa y en los cánticos de la claque coreando su nombre mientras Feijóo vendía la victoria aritmética deficiente. Y cómo, al hilo de los acontecimientos, cobra cuerpo la sospecha: Esperanza Aguirre, que ocupó su mismo cargo en la Puerta del Sol, no tardó en salir a escena a promoverla como la sucesora natural. Y ella, con qué elegancia y altivez declinó el ofrecimiento soltando la sentencia más cruel que se ha dicho sobre el líder en sus horas más bajas: “No puede ser que el jueves estemos en un mitin aplaudiendo a Feijóo y el martes estemos tirándole por un puente.” Con esas palabras aplazó su ejecución. En el PSOE se habían conjurado para guardar silencio y dejar al candidato popular “cocerse en su salsa”. En el tablado de la barraca, llegada la hora de la ejecución, quien ejerce de verdugo ocultará su rostro bajo una capucha, pero todos verán la misma mano que ajustició a Pablo Casado. En Roma han abierto al público el lugar donde cayó Julio César, víctima de una emboscada de sus senadores, en la Curia de Pompeyo. Cada partido tiene una ruta histórica y turística de ídolos inmolados en la travesía: Hernández Mancha, Josep Borrell y el susodicho.
No se trata de conmiseración, pero en el PP se ha instalado una fría y seriada escabechina de líderes desde la censura de Sánchez que acabó con Rajoy en 2018. Ahora que las elecciones no han salido bien, recitan a modo de estribillo, “era un candidato de una sola bala”, recordándole que no tendrá una segunda oportunidad. De ahí, el giro con Junts. Nunca antes en España hubo semejante antropofagia política que se recuerde. Desde que el 15-M de la pasada década fracturó el bipartidismo y la nueva política, encarnada por Podemos y Ciudadanos, imprimió en su corta vida otra dinámica en los partidos, nos hemos acostumbrado a ver rodar cabezas sin parar: Albert Rivera, Pablo Iglesias, Pablo Casado… El mismo Sánchez no se libró del sacrificio, pero resucitó.
Ahora, estamos en el intermedio de algo. En La Mareta, un palacete lanzaroteño donde cohabitan fantasmas de políticos memorables, como Gorbachov, Vaclav Havel o Kohl, que pernoctaron en sus habitaciones, Sánchez, con el regusto de los datos del paro, se tomará en los próximos días unas vacaciones antes de la constitución de las Cortes y la intrigante ronda del rey para asignar la investidura.
La Mareta ha conocido a estadistas como el ruso de la mancha de vino en la frente y el canciller alemán que juntos derribaron el muro de Berlín, precipitando el final de la Guerra Fría. Sánchez se refugiará esta semana entre sus cuatro paredes, bajo una guerra en carne viva, para redondear el servicio que se propuso prestar a la UE, que preside. (“El 23J daremos una alegría a Europa: España frenará a la ultraderecha”, fue la premonitoria declaración que hizo a este periódico el 2 de julio.)
En la paz de Costa Teguise tomará decisiones que marcarán el nuevo curso en España y en Europa, donde habrá elecciones en junio de 2024 al Parlamento Europeo en plena fiebre ultraconservadora. España es una excepción, con la merma de Vox. Los comicios españoles eran providenciales para detener la ola de ultraderecha, el caballo de Troya de la Unión.
Sánchez está obligado a un encaje de bolillos: entretejer los votos de vascos y catalanes en su investidura. Si Junts entraña la mayor dificultad, pocos han reparado en que ERC ha pagado caro en las urnas su alianza con el PSOE y que el PNV, con elecciones encima, recela de Bildu y es imprevisible. Pero conviene aprovechar esta circunstancia para dirimir una cuestión, casi un arquetipo de Jung, que se ha apoderado del inconsciente colectivo en los últimos tiempos: los partidos malditos. ¿Qué piensa hacer con ellos la democracia española?
En la antigüedad, porque la Transición se fraguó hace casi medio siglo, no se cuestionaban las amistades vascas y catalanas. Los gobiernos de izquierda y derecha hacían buenas migas con Pujol o Roca Junyent, con Garaikoetxea, Ardanza o Ibarretxe, y la política española tenía en cuenta a Euskadiko Ezkerra, la izquierda vasquista de Juan María Bandrés. Eran lo que hoy Aragonès y Urkullu/Ortuzar. Y, por suerte, se ha agregado Bildu, y es probable que esta vez lo haga Junts. ¿Es malo eso para la democracia? Algunas miradas los envían directamente al paredón. El PP ya hace una excepción.
Cuando Eta dejó de matar yo me llevé una gran alegría. Ahora compruebo que no todos piensan lo mismo. Ni percibo que se celebre la decadencia del procés en favor del socialismo en Cataluña. O decidimos qué hacer con Bildu, Junts, ERC y PNV de una vez respecto a su encaje en la vida democrática o seremos rehenes de un enorme cinismo, que en América solventaron con los exguerrilleros José Mujica (Uruguay) y Gustavo Petro (Colombia). Aquellas siglas son de izquierdas y derechas. El PP lo sabe y ya se lo piensa.
Hay precedentes que nos atañen. El caso Puigdemont recuerda al retorno de Cubillo, exiliado en Argel y víctima de un atentado de Estado que lo dejó paralítico. Se reunieron un grupo de canarios influyentes. el recordado Alberto de Armas visitó al abogado independentista en su Waterloo argelino, en tiempos de Eligio Hernández de Delegado del Gobierno en Canarias. Se tramitó el pasaporte. Cubillo cogió un avión y voló a Madrid, se presentó ante un juez y quedó en libertad. Vivió, trabajó y murió en su tierra sin renunciar a su ideología. Y participó en elecciones como un ciudadano más. Nadie se rasgó las vestiduras. Sánchez debería preguntar por el caso Cubillo y su vuelta a España tras poner bombas por la independencia de Canarias en lo que él denominaba “acciones de propaganda armada”.
Sin tiros de Eta ni procés, ¿qué pensamos hacer con vascos y catalanes? ¿Ponerles bozales en las Cortes? O respondemos a estas preguntas o seguiremos subidos a un tiovivo que va a ninguna parte.