La memoria es frágil y olvidamos los debates que decidieron elecciones. En detrimento del formato, se fue implantando la fórmula de los macrodebates, con más de media docena de candidatos, y han ido perdiendo espectadores y poder de influencia. Los mítines continuaron funcionando, incluso las irrupciones espontáneas con megáfono en mano de John Major, en los años 90, en las calles de Londres. Y se abrieron paso las entrevistas en televisión, donde el candidato se faja con el comunicador a modo de sparring, como esta vez hemos visto entre Sánchez y Pablo Motos o Ana Rosa Quintana. Anoche, Sánchez hizo el debate que le debía a su partido, y, visto lo visto el 28M, trató de reagruparlo en torno a su candidatura. Ese objetivo lo logró.
Ayer fue el Debate. Como el de Nixon y Kennedy en 1960. Hace más de 60 años que los debates televisivos existen, tras aquel en blanco y negro que abrió la veda en los estudios de la CBS en Chicago. Ayer, en Atresmedia, Sánchez y Feijóo se midieron en el único cara a cara previsto antes del 23J, a sabiendas de que en el cuadrilátero virtual del plató se disputaba el 50% de una campaña electoral que no se parece en nada a todas las anteriores.
En 2008, cuando Solbes derrotó a Pizarro en Antena 3, y Zapatero ganó a Rajoy, fueron dos ministrables de Economía y Hacienda los que inclinaron la balanza en las urnas y no los candidatos a la Moncloa, pese a que libraron dos batallas televisivas con audiencia récord. Pero lo que determinó el desenlace del debate y de las elecciones fueron las apariencias, no la realidad. Solbes, que se presentó ante su rival con un parche en un ojo por una afección ocular en la víspera, ganó al agente de cambio y bolsa recién fichado por el PP desmintiendo el tsunami de la Gran Recesión que ya tocaba a las puertas de España y toda Europa. La hábil falacia de Solbes -poco después quedó al descubierto- decidió el ganador en un mar de sondeos reñidos como nunca, pero a la mayor crisis económica que se recuerda no hubo quien la parara. Anoche, Feijóo, en ocasiones, imitaba a Solbes, negando los éxitos económicos de España en Europa, una evidencia que nadie cuestiona en Bruselas, salvo el líder del PP.
Felipe González y Aznar, en el 93, fundaron los debates televisivos en España. Se cumplen 30 años. Esa vez -hubo revancha, favorable al socialista-, el candidato del PP, contra todo pronóstico, hizo besar la lona a González, y al cabo de los años, quizá con exageración, el moderador, Campo Vidal, de Antena 3, atribuyó la derrota del socialista a un incidente aéreo en Canarias, en la víspera, “en el que estuvo a punto de morir”. Ese fue el año en que venció a las encuestas.
Tengo la sensación de que Sánchez partió anoche de esos precedentes. Del dogma que sentó Kennedy en los años 60 sobre un debate presidencial: gana el que seduce. Y de la enseñanza de aquel gazapo intencionado de Solbes: la verdad no es suficiente. Por eso, anoche, a sabiendas de que viene el tsunami de la ultraderecha de la mano de Vox, si el PP lo consiente, y eso nadie lo discute (como Solbes a Pizarro), el presidente en funciones trató de no defraudar en lo primero. Y sin lugar a dudas, Sánchez seduce más que Feijóo a un electorado del siglo XXI, bregado en las redes sociales y las autopistas de Internet y capaz de flirtear con la inteligencia artificial como si fuera pan comido.
En este debate se decidía el próximo presidente y el próximo país. Si la memoria -decíamos- es frágil, también es cierto que no es imbécil. Nadie es capaz de negar la obviedad de que España, en la actualidad, goza del prestigio internacional que nunca tuvo. Que estamos en una guerra, en Europa, y no es ninguna fruslería. Se necesita a los mejores para afrontar los años más inmediatos de la historia, no ya de España, sino del conjunto de la Unión Europea. Y es crucial que la economía no se nos rompa en pedazos, como en los años de la recesión, que desataron una ola de suicidios en las plazas de Atenas, Alemania derrochó arrogancia contra Grecia con la amenaza de expulsarla del club de Bruselas, y España -seca como un trozo de desierto- suplicaba a Berlín que no nos intervinieran los hombres de negro. El recuerdo del gobierno agónico de Rajoy no, no lo hemos podido olvidar, y su travesía contra la Troika que ahogaba a los países más débiles suscitaba conmiseración.
Comparar aquella España con esta de Sánchez, presidiendo el semestre europeo como el faro al que se aferra la presidenta Von der Leyen, en las horas bajas de Macron y la austeridad alemana, conduce honestamente a reconocer que no nos puede ir mejor, en el escenario de Europa y del mundo. Si la guerra amenaza a Europa -y la amenaza-, solo países como la España que ha llegado hasta aquí tras la pandemia impedirán que la UE sufra una crisis que ponga en riesgo su propia existencia. Y la ultraderecha que emerge con fuerza en Italia, Finlandia, Suecia, la propia Alemania y Francia, y, sin duda, España, es una amenaza real para la continuidad de la UE. De esos mimbres está hecho el cesto de la nueva derecha que ha unido su destino en toda Europa a la ultraderecha para gobernar. ¿Puede España ayudar a revertir la situación?
El debate de ayer tenía, entre sus preceptos, ese. De acuerdo que los candidatos trataron, en primer término, de convencer al electorado para ganar el 23J exprimiendo a su favor los bloques de economía, política social, políticas de Estado e internacionales y gobernabilidad y pactos. Pero Europa veía otro debate. Su futuro. El futuro de Europa se está jugando en elecciones como la española, y en las del Parlamento Europeo del próximo año. Un proceso que no pierde de vista las elecciones al Eliseo de 2027, en que Macron y Le Pen volverán a librar una batalla que, ahora sí, podría ganar la candidata de ultraderecha.
Sánchez desplegó su panoplia de facultades, no mintió sobre la economía, que es la que más crece en Europa, ni sobre los avances en derechos, ni sobre los fracasos en leyes polémicas, ni sobre los peligros que acechan a España y a Europa a la vez si gobiernan PP y Vox. Feijóo cubrió el expediente como el hombre previsible que dice ser. No es su culpa asumir este desafío en la hora que le ha tocado vivir (erró al acusar de “cinismo” a su adversario y al no condenar la consigna “que te vote Txapote”). Ningún líder del PP tuvo antes tales riesgos asociados a su propia suerte electoral. Pero España no puede mirar para otro lado. El panorama es el que es. Y este no era un debate cualquiera, sino el más difícil, el más comprometido y el más decisivo de la historia de nuestra democracia. Y Sánchez, en el minuto de oro, pidió el voto para el PSOE. Feijóo olvidó pedirlo para el PP.