Hoy se abren las urnas y habla el pueblo. Es posible que en el futuro las elecciones sigan siendo libres, pero cada vez nos acechan más dudas, con la incidencia de las redes sociales, los algoritmos y, pronto -o quizá ya-, la inteligencia artificial con su panoplia de posibilidades.
Desde que esto se sabe, no queda más remedio que tomarlo en cuenta y preguntarse, por mi parte con mucho pudor, qué hacer en adelante para salvaguardar el hecho voluntario de emitir una opinión personal tan importante sin interferencias. El valor ético del sufragio. La necesidad de seguir creyendo que responde al criterio del sujeto votante y no a factores ajenos.
Algunos dirigentes han planteado sus reservas sobre determinados comportamientos de las erráticas urnas. Emmanuel Macron ha sido uno de ellos, cuando sufrió un pirateo masivo de documentos al término de una campaña electoral. A Barack Obama, hace una década, se le atribuyó una tímida incursión en la nueva era de la conciencia del electorado, con el uso del big data y el fisgoneo de los sentimientos a través de las redes sociales. Pero enseguida esos conatos quedaron anticuados. Ahora, es la Champions de la ciencia de datos en las elecciones todavía democráticas del mundo occidental. Nosotros pertenecemos, de momento, a ese partenariado. Trump dio una exhibición en 2016 y venció a las encuestas con perfiles psicográficos y la instrumentalización del big data, como alerta en El País Jorge Gracia del Río. Su vuelta de tuerca consistió en transitar el terreno prohibido de modular con trampas convincentes los estados de opinión. Fue cuando a grito pelado hubo quejas de la connivencia rusa en el ascenso a la Casa Blanca del republicano sin escrúpulos que acabaría provocando el asalto al Capitolio. Ahora se ha hecho una película sobre Reality Winner, la traductora norteamericana condenada en su país, bajo el gobierno de Trump, por filtrar un documento que probaba la intromisión rusa a favor de este.
Las empresas de la zona oscura de la intoxicación electoral promueven fakes y desinformación y, a menudo, utilizan de base de datos el formidable imperio de Facebook invadiendo sus fondos inconfesables sobre la vida de los usuarios.
Hace 10 años, el psicólogo Michal Kosinski y un colega demostraron en un artículo ya célebre que con 68 “me gusta” podían predecir “en forma automática y precisa” las opiniones políticas y religiosas de los perfiles de Facebook. Kosinski creó un nuevo paradigma en la comunicación online dentro de la psicometría, que mide los rasgos psicológicos de la personalidad. Y en esas estamos, a expensas de expertos que han metido sus sucias manos en las urnas. Con estos métodos se decidió la elección de Trump y el Brexit.
En esta campaña electoral española, sinceramente, no sé qué ha podido pasar, pero supongo que esos bajos fondos son tentadores para algunos intereses. Me resisto a creer que se han empleado a nuestras espaldas.
En lo que hoy desembocamos es en unas elecciones que probablemente sean las más trascendentales de lo que va de siglo en este país, y el que más el que menos está con la mosca detrás de la oreja. Algunas vicisitudes un tanto obscenas han levantado sospechas. Las redes sociales se embadurnaban de bulos como nunca antes, señal de que el cielo estaba cubierto. Según parece, en TikTok ganaría Vox y segundo sería el PP. Esa es la plataforma de los más jóvenes.
Ciertas campañas electorales cuentan con esa ventana de seducción, que rinde culto a los fake news. No significa todo esto que la democracia haya sido adulterada esta vez. Pero un día visitó Europa un personaje siniestro de la América profunda, en la euforia de la coronación de Trump, cuyo nombre, Steve Bannon, gozaba entonces de predicamento entre los sectores más ultras de la política occidental, pues sus buenos oficios llevaron al magnate del tupé hasta la cima del poder en la primera potencia del mundo.
Bannon, que hoy es considerado un delincuente con condena en Estados Unidos, se jactaba en su peregrinaje europeo de que en pocos años florecería la ultraderecha en Europa y varios gobiernos caerían en sus redes. La profecía se cumplió si repasamos lo que ha sucedido en tan corto espacio de tiempo en Italia, Finlandia o Suecia, entre otros cotos conquistados por la extrema derecha.
Decía Sánchez en el debate sin Feijóo del miércoles en RTVE que hoy nos jugamos en este país el despertarnos mañana con la sensación de estar en 2023 o en 1973. Es inquietante que tanto destino junto esté en juego a la vez este domingo. Es cierto que son elecciones en España, pero también en Europa, y que no son ajenas a ninguna potencia en cualquier parte del globo. Esta será una noche de guardia para los líderes celosos de cualquier movimiento que altere los equilibrios. Estarán muy pendientes, como es natural, en toda la Unión Europea, pero también en EE.UU., en China o en Rusia. Es el tema de conversación en la barra de bar de los amos del mundo. Entre ellos se hacen apuestas sobre España antes de que en 2024 toquen elecciones al Parlamento Europeo, en mitad de las tinieblas, y de que Alemania vuelva a las urnas en 2025 o Francia en 2027, o acaso antes con ayuda de unas revueltas nada inocentes. España es la primera gran estación de ese tren que puede costarle tan caro a Europa si se afianzan los partidos euroescépticos. Y para Biden, Xi Jinping y Putin este 23J resulta significativo para el desarrollo de la guerra en Ucrania y el futuro de la OTAN.
Estamos embarcados en una travesía con destino incierto. Vamos hacia donde nos arrastra la corriente. Sin la certeza de que la soberanía popular vaya a seguir residiendo en los ciudadanos sin margen de injerencia. Cuando en los años 70 imaginábamos cómo sería la democracia, todo el marco se circunscribía a unas urnas y unos medios de comunicación que informaban antes de votar. La urna sigue siendo el mismo paralelepípedo de toda la vida. Pero de resto, estamos en la inopia, donde lo siguiente es afirmar que Dios nos coja confesados.