Hay mucho derrotismo ante el anuncio de que la derecha puede ganar las elecciones. En un artículo de Vallín, en La Vanguardia, leo que Sacristán, desde Buenos Aires, dice que nos volverán a gobernar los primates; Redondo asegura que ha dejado de circular el PSOE rojo Ferrarí para dejar paso al caoba que nos devolverá a 1977; otros afirman que volveremos a ver cine porno a Perpiñán. En cualquier caso continúa el debate de siempre, en el que unos son infinitamente más inteligentes que los otros. Lo que algunos no han aprendido es que las estadísticas otorgan la mayoría a una normalidad que no pretende sobresalir por sus atributos especiales, y que los superdotados, desgraciadamente, forman parte de una exigua minoría. Así que, al dividir al país entre listos (la izquierda) y tontos (la derecha), lo más probable es que ganen los tontos, solo por el hecho de que son más. Claro está que esto no es cierto, que hay una sociedad rica en valores y capacidades que nada tiene que ver con la soberbia de los que se sienten exclusivos. No sé cómo le sienta esto a Iván Redondo, antiguo analista de la Moncloa al que ya no le salen los análisis. Dice que quien gana en Valencia ganará en España, y no le falta razón. En lo que creo que se equivoca es en asegurar que el momento de esplendor que salvó a los valencianos haciéndoles recuperar esa luz inteligente que tan bien pintaba Sorolla, fue la llegada providencial de Mónica Oltra y su destellante reflejo en Madrid: un tal Baldoví sobredimensionado por las televisiones. Es un error considerar a la tradicional división entre izquierdas y derechas como una clasificación entre listos y tontos, porque, entre otras cosas, la inteligencia no se otorga por el hecho de afiliarse a determinadas siglas. España es algo más que eso. Por regla general los más capacitados no quieren entrar en ese debate. Yo conozco a muchos tontos de remate que se creen listos solo por el hecho de que se lo dicen sus líderes. También ocurre con los comentaristas de la prensa, y con ésta en abstracto, dado que una se dice fiable, intelectualmente correcta y verdadera, mientras la otra representa al bulo y a la infamia. De esto va la campaña y de esto ha ido la política en los últimos años: de ese revisionismo que hace colocar a millones de españoles al borde de la estupidez mientras otros tantos están tocados por la mano divina, como si pertenecieran a una secta. Todos sabemos que esto no es real y que intentar convertirlo en verdad acabará provocando el rechazo de la sensatez, que es lo más que abunda por estos lares. España no peligra porque le vaya mal a una forma de hacer política. Por más que se desplieguen lonas y se inunden las redes sociales con advertencias catastrofistas, los españoles seguiremos siendo los mismos, con ese gramo de inteligencia que nos ha hecho siempre identificables en el resto del mundo. No hace falta más que un destello para adivinar que, llegado el caso, puede multiplicarse hasta convertirse en una corriente irresistible. Ayer, sin ir más lejos, lo demostraba un chico de apenas veinte años al que nuestro carácter inmisericorde, después de haber conseguido ser el número uno le ha recordado que todavía le queda mucho por aprender. España y yo somos así, señora. No crean nada de lo que les dicen, incluso de lo que yo escribo cada mañana. En realidad, se trata de que no tengo otra cosa que hacer.
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