He leído en un artículo publicado en La Vanguardia que Junts quiere negociar y Sánchez quiere ser presidente. Eso es cierto, pero es necesario adjetivarlo para ver donde están las diferencias en lo que se presenta como coincidente. La frase que falta sería: a toda costa y a todo precio, que no es de aplicación de manera equiparable a las dos posiciones. En una negociación, la parte más débil es la que está más ansiosa por conseguir su objetivo. Sánchez debería insinuar que está dispuesto a sentarse con los populares para así inquietar a Puigdemont, demostrándole que no es el único con el que cuenta para investirse. Su arma, en la otra posible mesa, pasa por otro tipo de pacificación, la que ofrecería un gran pacto nacional que dejaría descolocado al independentismo, de todo signo y color, y también a la ultraderecha, desestabilizadora pese a intentar demostrar lo contrario cada día. Ya sé que la teoría que se defiende en democracia es que todos los partidos representan el anhelo de diferentes sectores de la sociedad y sus intentos por alcanzar el poder son legítimos, pero no lo es menos que el auténtico significado de la palabra progreso incluye el poder consolidar amplias mayorías en un proyecto común. Lo otro estará siempre sometido a la inestabilidad y a las tensiones de cada momento. Haciendo un resumen, regresar a los grandes acuerdos del 78 que nos dieron la etapa más larga para conseguir los logros de cuyas rentas pretendemos seguir viviendo. Ya sé que hablar de esto resulta un poco antiguo, que, a pesar de que nadie confiese querer desmontarlo del todo, esconde decir que se trata de una idea obsoleta y superada, que ahora estamos en otra cosa.
Para sentarse a hablar es imprescindible recordar a Anguita y su famoso programa, programa, programa. Aparte de las barbaridades que se declaran en campaña, existe la posibilidad de hacer coincidir buena parte de los programas de los partidos mayoritarios. Estoy seguro que existen más coincidencias que las que se puedan derivar de un compromiso con Vox, con el independentismo, de izquierdas o de derechas, o con los deseos utópicos del populismo. Es difícil, porque habría que eliminar ese grito de no pasarán con que la militancia alienta a su líder, o el líder a la militancia, que es lo más probable, y de paso suavizar ese orgullo nacional que todavía hace creer a los más conservadores que detentan el monopolio de la patria y otros valores que se confunden con la nostalgia de tiempos pasados. España merece ser un país moderno de una vez por todas, superando la carga negativa de su historia que la hace avanzar por caminos equivocados.
Pese a lo que hayan votado, los españoles no coinciden mayoritariamente con las convicciones de los bandos minoritarios que dicen representarlos. Se sentirían mejor ubicados con un gran acuerdo que los condujera por la senda del entendimiento, como hacen los amigos que discrepan y no por ello debilitan el sentimiento fraternal que los une. Una España dividida contagia a la convivencia en lo más elemental, hasta el punto de afirmar que lo ideológico puede ser motivo de divorcio. Hay que ser imbéciles para llegar a donde hemos llegado. Alguien argumenta que las urnas han hablado y avalan al independentismo y perdonan a Txapote, pero, aunque fuera así, no es suficiente argumento para echar la culpa de todo lo que nos ocurre a los electores, Si pudiéramos preguntarle uno a uno nos dirían que no votaron para esto.