En primer lugar, por lo sucedido este pasado lunes por la mañana, quiero mostrar mi solidaridad plena e incondicional con los ediles agredidos o las víctimas de un intento de asesinato, como el alcalde de l’Haÿ-Les-Roses, Vincent Jeanbrun, y su familia.
Mi más sentido pésame por la pérdida de Dorian Damelincourt, jefe de bomberos fallecido en acto de servicio en Saint-Denis. Y mi solidaridad sin reservas con los otros 45 jóvenes, policías y gendarmes, heridos de mayor o menor gravedad, cuando, ya al límite de la extenuación, velaban por proteger la propiedad pública y privada de las barriadas.
Por principios, mi simpatía está con la jovencita aterrorizada que ya no se atreve a pisar la calle. Con el estanquero que, por la mañana, tras una noche de disturbios, descubre el trabajo de toda una vida reducido cenizas. Con las madres que ven cómo queman la guardería de sus hijos. Con los ciudadanos que son testigos de cómo otros destrozan los servicios y equipamientos públicos de su barrio.
En primer lugar, en efecto, el estremecimiento ante la vandalización del monumento a los mártires de la Deportación y la Resistencia en Nanterre y, en otro edificio, algo más lejos, esta pintada: “Panda de perras, os vamos a hacer una shoah”.
Preocupación por las declaraciones de varios responsables argelinos, iraníes y rusos (aunque han pasado relativamente desapercibidas) que vertieron lágrimas de cocodrilo por las víctimas de la “violencia policial” y aún echaron más leña al fuego.
A su vez, desprecio por los responsables políticos franceses que, como Poincaré, que se reía en los cementerios, se enorgullecen de los incendios, comparan el saqueo de una tienda de ultramarinos con la toma de la Bastilla y, cuando se les pide que hagan un llamamiento a la calma, sólo son capaces de repetir, cual disco rayado: “La policía mata, la policía mata”.
Y por último, desolación por lo que es ahora la tradición de la insubordinación obrera y popular. Estas asonadas que no tienen ni proyecto ni discurso, son, literalmente, bárbaras. Estos alzamientos que la toman con los viejos, con los débiles, con los más desfavorecidos. Esta manera de decir: “Dejadnos destrozar en paz, no queremos más derechos, sino zonas sin ley”.
Todo lo que está sucediendo queda lejos de las barricadas de Los miserables, de la fusión de grupos que desarrollaba Sartre en su obra o de aquel “viento sonoro y hermoso” que soplaba en la gran manifestación antifascista de Viena en 1927 y que inspiró el pensamiento de Elias Canetti sobre las “masas abiertas”.
Hay que empezar por ahí. Porque, por monstruosamente injustificable que sea la muerte del joven Nahel, quien recibió un tiro a quemarropa de un policía que ahora mismo está entre rejas, no hay justificación posible para esta “locura furibunda” que, como decía Hannah Arendt en su ensayo sobre la violencia, se está convirtiendo en una “pesadilla para todos”.
Pero con eso no nos basta.
También nos toca plantar cara ante el otro viento de locura que sopla desde la extrema derecha, que apenas consigue disimular el deseo secreto de que haya una “guerra civil”.
Sin relativizar la gravedad de lo que está ocurriendo en Francia en estos momentos, será necesario recordar que, desde los disturbios de Watts en Estados Unidos en los años 60 hasta los de Bristol en el Reino Unido de los años 90, pasando por los disturbios de Stuttgart de 2020, Francia no es la primera gran democracia que se ha enfrentado a esta clase de tragedia.
Habrá que refrescarles la memoria a quienes sólo tienen una réplica en la boca, a quienes no paran de proferir sus miserables consignas de “cierren las fronteras” e “inmigración cero”. Sin remontarnos a las revueltas fiscales del siglo pasado, cuando los “franceses de bien” de los señores Poujade y Nicoud ya instaban a la acción directa, prendían fuego a las sedes de Hacienda y volaban por los aires edificios públicos, ¿qué podemos decir de las recientes manifestaciones de los chalecos amarillos y más tarde de quienes se oponían a la reforma de las pensiones? ¿Acaso no han tenido también su buena dosis de furor, incendios, ayuntamientos apedreados, políticos amenazados? ¿Acaso estaban especialmente representados en esos disturbios los inmigrantes o los hijos de inmigrantes?
Como en el caso de los atentados islamistas, habrá que rechazar la lógica aterradora de una confusión que, también en este caso, es del todo falsa. La injusticia, la imbecilidad de equiparar las bandas de criminales con el grueso de sus víctimas que, hasta nuevo aviso y en su mayoría, son los habitantes mismos de los barrios. Esa equiparación es la mejor manera de enfrentar a la gente y de sembrar las semillas del caos futuro.
Y luego, una vez se recupere la calma y se controle de una vez la espiral mimética, habrá que esperar un impulso clemencista que no puede venir sólo de Emmanuel Macron y cuya iniciativa, para alzar el vuelo, debe surgir de todos nosotros.
Como se oye a menudo, no es que la República no haya “hecho nada” en los últimos 40 años para recuperar el control de sus territorios perdidos.
Pero hay que hacer más, mucho más. Hay que contribuir a restablecer el diálogo entre los jóvenes y la policía. Hay que intentar atajar de una vez la problemática del desempleo masivo en las barriadas.
En resumidas cuentas, hay que reparar el vínculo social allá donde esté roto y evitar que nuestras barriadas sigan siendo lugares de exclusión, guetos, la parte maldita de nuestra sociedad nacida de la voluntad de las bandas tanto como de la negligencia de los poderes públicos. Si queremos evitar que los eriales se extiendan, que los traficantes de la desgracia se instalen en esas zonas y que los dos populismos salgan triunfadores de este enfrentamiento, esta ha de ser nuestra prioridad para los próximos años.