tribuna

La cucaracha no puede caminar

Una inteligencia artificial crea películas que cambian según las emociones del espectador. Esto es más antiguo que el hilo negro. Hace más de cincuenta años escuché algo parecido y, afortunadamente, nunca se llevó a cabo. Ahora parece que en la Universidad de Navarra se insiste en el asunto y a mí me hace pensar en el desarrollo de un nuevo método para satisfacer a las masas, que es la mejor manera de controlarlas. Quiero decir que tendrá que emplearse un sistema para medir las emociones mayoritarias de los espectadores, y así conseguir que lo que se exhibe en la pantalla satisfaga sus deseos. Las películas serán cada vez más tontas, respondiendo a la exigencia de ese carácter democrático de la uniformidad. La uniformidad acabará con la democracia liberal para convertirla en otra cosa, como ya existe en el establecimiento de nuestros comportamientos colectivos políticamente correctos. Ya no iré más al cine porque mi individualidad será ninguneada y el guion variará en función de cómo reaccione el público. Se imaginan que Cervantes hubiera escrito el Quijote siguiendo este método, si le acompañara una inteligencia artificial para indicarle cómo tenía que resolver lo de las aspas de los molinos o cuál debería ser el color de las trenzas de Dulcinea. Menos mal que no había inteligencia artificial en aquella época, o quizá, si hubiera dispuesto de esas técnicas, y las hubiera seguido, serían más los lectores de su magistral novela: esos que aseguran haberla leído sin haber pasado de la segunda página. En una película de este tipo se tendrá filmada la alternativa del regreso de Red Butler si Escarlata O’Hara es capaz de enternecer a las lloronas que se encuentren en la sala; o en “El silencio de los corderos” la agente Clarice Starling acabará en la cama con Hannibal Lecter si así lo requiere el morbo del público. Sería escandaloso imaginarlo si no fuera porque ya vivimos dentro de esas realidades, pero no con el asentimiento del silencio de los hijos de las ovejas, sino con el de todos nosotros, que formamos un rebaño mucho mayor. En fin, que no hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en el sol, que sigue allá arriba torturándonos con sus más de cuarenta grados. Mi vida sigue igual, como la de un autómata sumiso que no se rebela ante lo que le impone el mundo que le rodea. Actúo de manera instintiva, sin reparar en los efectos de las cosas que hago, en la confianza de que el gran hermano guiará mis pasos para que no me aleje demasiado de la ruta permitida. Anoche entré en la cocina y me tropecé con una cucaracha. Creo que ella se quedó más sorprendida que yo y permaneció quieta durante un instante, como si no supiera lo que tenía que hacer. Luego empezó a avanzar hacia mí. Creo que andaba algo desorientada. El que no perdió el norte fui yo. Cogí el baygon y le dispare una lluvia de aerosol venenoso. Salió huyendo y se escondió debajo de la nevera. Luego me puse a ver la tele tranquilamente, olvidándome del incidente. Si hubiera dispuesto de inteligencia artificial habría tenido la alternativa de darle a la moviola para que mi conciencia analizara mi acción instintiva. Quizá me habría parado frente a ella diciéndole: “Señora cucaracha, no debe estar aquí. Le doy la oportunidad de desaparecer de mi vista sin que tenga la necesidad de fumigarla como si fuera un judío en un campo de exterminio”. Pero claro, la inteligencia artificial no llega tan lejos. Solo es capaz de actuar en el ámbito de la ficción, y ahí ninguno de nosotros es responsable. Colaboramos, sí, pero sin responsabilizarnos de nada. Tendré que consultar con mi psicóloga cómo funciona esto. Luego me dormí y soñé que me había convertido en una cucaracha, como el Gregor Samsa de Kafka, y alguien me perseguía con un spray. Esta mañana me he despertado con la conciencia de la inseguridad. Ha bajado la temperatura, pero en la prensa siguen alarmando con cambios imprevisibles para asustarnos. El problema no es la inteligencia artificial sino la pretensión de convertir a la nuestra en una artificialidad.

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