tribuna

La nube de fuego

El zumbido de los hidroaviones se ha hecho familiar esta semana en Santa Cruz como si estuvieran recargando agua en el muelle de toda la vida. La estampa resulta peculiar, los aviones amarillos de aspecto achacoso se entrometen entre los edificios volando a baja altura como si atravesaran las calles. El cielo estos días está cubierto de una nube ocre desde que empezó a quemarse el monte de la isla.

Antes los incendios eran fenómenos ocasionales, que de tarde en tarde dejaban un recuerdo atroz como ocurrió en La Gomera, en septiembre de 1984, hace casi 40 años. Se dolía Eligio Hernández de haber instaurado la costumbre de desplazarse cerca del fuego cuando desempeñaba funciones de gobernador civil, después de que un golpe de viento a traición costara la vida del joven político portuense Paco Afonso en Roque Agando, la tragedia que provocó una veintena de víctimas mortales creando un trauma psicológico en la conciencia colectiva de Canarias.

A medida que la Tierra se ha ido transformando en una caldera, delante de nuestros ojos (está siendo una experiencia en vivo que nos ha tocado vivir en tan solo unos años), los incendios forestales devienen en auténticas catástrofes ya sin excepción, y han dejado de ser esporádicos, revestidos de una aparatosa profusión de llamas que devoran de manera implacable todo lo que encuentran a su paso. De pronto, te declaran una guerra con bombas de fuego. En eso se han convertido. Y en unas islas que se precian de tener una fecunda vegetación, de ser la reserva de Europa de especies endémicas y un museo natural de la biodiversidad bendecido por Humboldt, que admiran millones de visitantes atraídos por la fama del Teide y su naturaleza, un incendio forestal como este es para nosotros como una ameba comecerebros. En estos términos.

Impresionan las imágenes de los montes de Tenerife ardiendo de sur a norte, como nunca antes había ocurrido. En La Orotava, jamás pasaba el fuego de la Ladera. Evacuar vecinos a miles es una práctica habitual en los llamados incendios de sexta generación, que nos enseñó a entender el paisano Federico Grillo cuando se desató el incendio forestal de Valleseco (Gran Canaria) en 2019 y quemó 10.000 hectáreas en ocho municipios. “El ser humano no es capaz de detener estas tormentas de fuego”, titulamos en su boca aquella vez una portada de DIARIO DE AVISOS.

Este agosto, en un verano que bate récords de olas de calor, con temperaturas desconocidas en toda la historia, como sucedió en julio, ha traído consigo las llamas de Arafo y Candelaria, que se propagaron como un reguero de pólvora por una ristra de municipios. Es la sensación de Grillo, de que nada se puede hacer, porque hasta el agua vertida desde el aire se evapora, como decía la alcaldesa de Candelaria, Mari Brito.

Salvar vidas. Aquel incendio de La Gomera, que hace cuatro décadas marcó nuestra personalidad para siempre, fijó un principio: proteger a las personas y los animales, y después apagar el fuego. Nos hemos instruido en la supervivencia. Hay un tiempo en que el país se transformaba en una democracia y el planeta se precipitaba en un desconocido proceso de calentamiento global. Todo ocurría simultáneamente, han sido cambios coetáneos. Años 70. Estos días de máxima tensión política en Madrid, en que la investidura de un presidente está que arde, aquí lidiamos con el fuego de verdad. Pero a estas alturas hay quien discute el cambio climático. Hasta el fuego se ha politizado este verano, en medio de la crisis poselectoral. Nadie elige los momentos. Pero valga ahora Tenerife de botón de muestra.

Los más jóvenes de la Transición, como el poeta Nicolás Rodríguez Kolia, invocaban en Santa Cruz, con un espectáculo artístico multimedia, los riesgos de la contaminación como la gran amenaza en lontananza. Ahora el cambio climático es un hecho contrastado, y la ciencia se esfuerza en cifrar los límites de esta escalada de temperaturas a causa de la emisión de gases de efecto invernadero. Creo que este verano le hemos visto las orejas al lobo, el infierno que César Manrique nos había descrito con toda precisión.

Ahora mismo, cuando el fuego nos pisa los talones, cobramos conciencia. Quizá mañana nos olvidemos de nuevo. En 1994, diez años después del incendio de La Gomera, vimos llegar a la isla a un biólogo marino que era una celebridad mundial, Jacques Cousteau, el divulgador que navegaba en su legendario Calypso. Uno de aquellos pioneros que avisaban de la enfermedad del mundo. En La Laguna se dieron cita decenas de científicos, pensadores, políticos e intelectuales, para abordar una cosa muy seria, el futuro del planeta. Nos sonaba romántico. Era como un cónclave de sabios que, sin ser una conspiración secreta, se conjuraban a puerta cerrada contra los peligros ambientales. Recuerdo a la rectora Marisa Tejedor tejiendo aquellos hilos para que nada fallara; a Federico Mayor Zaragoza -el español que dirigía la Unesco- prohijando un foro que encendía una pequeña luz en una isla del Atlántico para lanzar un SOS al mundo. Algunos periodistas nos sentimos concernidos como ciudadanos. Tuve la oportunidad de entrevistar con Juan Manuel Pardellas a un enjunto y valeroso Cousteau, que nos habló del Broadway de Santa Cruz cuando entró en la ciudad bajo la pérgola de la Rambla como una escena espectacular. Otro día me vi participando en una mesa redonda con aquellos profetas y el presidente portugués Mario Soares (fue grabada para televisión y la cinta desapareció). Todos hablaban del mismo tema central: del peligro del planeta por el daño ecológico. El 26 de febrero de 1994 se aprobó la Declaración Universal de La Laguna, un memorándum sobre los Derechos Humanos de las Generaciones Futuras.

Desde que La Palma sufrió la última erupción, vivimos con la mosca detrás de la oreja. Después de mirar para otro lado durante décadas, hemos empezado a prestar atención a los volcanes. Y desde este verano, tengo la impresión de que nos va a preocupar cada vez más el clima (si no se nos enfría la sangre estúpidamente), nos haremos más preguntas sobre el horno en que vivimos y pediremos mano dura para quienes atenten contra el medio ambiente. Así ha sido a lo largo de la historia. Le habíamos dado la espalda a África hasta que llegaron las primeras pateras. Y ahora se incendia el monte y nos tomamos en serio las olas, las cascadas de calor.

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