Esta semana, una mallorquina sustrajo la silla en la que se sentó el rey a almorzar. No fue en Sevilla, sino en Palma. Nada más terminar de comer Felipe VI en el restaurante, una clienta se llevó el asiento regio para su casa de recuerdo sin que nadie se diera cuenta y no resistió después la tentación de pregonarlo en las redes sociales (como hizo Dominguín tras tener una aventura con Ava Gardner).
Este alarde de picaresca española sucede en los días en que se decidirá (y el rey es quien deberá hacerlo) el candidato que opta a la silla del poder tras la investidura: si Sánchez o Feijóo. Hace tiempo que nada sucede dentro de una lógica, sino bajo una cadencia de anomalías. Así que cualquier cosa puede ocurrir.
Cuando Trump instó a los suyos a asaltar el Capitolio, el 6 de enero de 2021, entró en escena esa clase de anomalía que marca un rasgo distintivo de esta época tan absurda y paradójica. Luego han seguido pasando cosas que confirman que lo anómalo tiene, muchas veces, la última palabra, como si fuera el gen definitorio de este pandemónium. El mundo se ha vuelto un monumental caso anómalo. Cada poco tiempo resulta irreconocible.
A todos en España nos avergonzó el golpe de Estado de Tejero (el 23 de febrero de 1981), que se desató 40 años antes que el de Trump, y que fue para los españoles como el asesinato de Kennedy para los americanos, según Javier Cercas, forense literario de aquella trama (Anatomía de un instante). Ahora, el país que se sonroja es Estados Unidos, la primera potencia, cuya Constitución consiente que un expresidente imputado por tratar de violentar el mandato de las urnas pueda presentarse a la reelección, aun si estuviera en la cárcel, e incluso no prohíba que, llegado el caso, se autoindulte repochado de nuevo en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Es terrible imaginar a Trump firmando tal barbaridad en uno de aquellos portafolios que exhibía en su debut con una rúbrica de grandes caracteres. Más cómico y diabólico resulta suponerlo descolgando el teléfono rojo para recibir la felicitación entrañable de Putin desde Moscú bajo el fragor de los drones ucranianos sobrevolando el Kremlin. La vuelta de Trump equivaldría a la de Franco en España. El golpista regresando al poder por atajos de la democracia.
Creo que acabaremos acostumbrándonos a pensar de modo anómalo, tratando de adivinar lo imprevisto. Ahí está, sin ir más lejos, la invasión rusa de Ucrania. ¿Quién iba a sospechar que Zelenski, un cómico, estaría ahora ganando la guerra? ¿Que a Putin le daría un golpe su cocinero de cabecera, el líder de los mercenarios de Wagner, Yevgueni Prigozhin, al que, tras arrepentirse, no le pasaría nada, ni un mísero té envenenado? La imperiosa anomalía lo trastoca todo.
Si el 23J alguien hubiera discrepado de que a Feijóo le saldrían las cuentas para ser presidente, se habría expuesto al escarnio general. Todos a pies juntillas suscribían que el político gallego llegaría a la Moncloa de tacón del brazo de Abascal. Hasta el CIS, todavía bajo la dirección de Tezanos, detectó que la mayoría veía a Feijóo presidente. Sánchez era un cisne negro, como dicen los economistas, un suceso que se produce por sorpresa.
Todo cuanto ha acontecido después de ese día imposible forma parte de una gran anomalía, cuyo recorrido lo conoceremos en las próximas semanas. Frustrada la correspondencia entre Feijóo y Sánchez sin fecha para un café y dada la imparable escalada de pactos PP-Vox, ya se habla de un cinturón sanitario de Ferraz a Génova por su deriva ultraderechista, y de ahí el veto a un pacto con los populares ceutíes.
Hay dos voces discordantes en el espectro conservador. Miguel Tellado, el hombre de confianza de Feijóo, que despotricó de Sánchez por sus vacaciones marroquíes y le conminó a volver para reunirse con su jefe con el latiguillo de “la lista más votada”. El otro vocero es de Vox, Jorge Buxadé, el número dos de Abascal, tildado de “traidor” por desvelar la reunión secreta de los dos conservadores. Feijóo, admitió, “lo tiene difícil” para ser investido, y se refirió, con retintín, al “desconcierto en Génova” de “algunos líderes que, por motivos personales, ansias de poder o cuestiones ideológicas no ayudan”.
Que medio siglo después del final del franquismo, la ultraderecha accedería a gobiernos importantes en ciudades y comunidades, en un tris de cogobernar España, no parecía creíble hasta antes de ayer. Ahora esa anomalía es verosímil.
Parece haber un consenso entre politólogos y analistas sobre el efecto secundario de esos pactos con Vox en la campaña de Feijóo, que, al principio, escurrió el bulto cuando Mañueco selló la coalición con García-Margallo, el ultra que acto seguido llamó a Sánchez “líder de una banda criminal”.
España es un dominó de anomalías. La imagen del efecto de las fichas empujándose sobre la mesa es inevitable. Sánchez llegó a la presidencia de aquel modo insólito, sin ser elegido en las urnas y ganando una moción de censura (ambos hechos sin precedentes). No es normal que al caer Rajoy en semejante audacia (fue el 1 junio de 2018 y acaban de cumplirse cinco años, una efeméride solapada entre el 28M y el 23J), en su partido los líderes no se mantengan en pie. Primero fue Casado, y ahora se hacen apuestas sobre la continuidad de Feijóo.
Cuando la política española no estaba tan polarizada, la derecha conversaba con vascos y catalanistas, y pactaban. Puigdemont es heredero de la Convergencia de Pujol. Y el PNV no se ha movido del sitio. Falta que en la Generalitat las aguas vuelvan a su cauce como antaño y el PP pueda entrar de nuevo en la ecuación con unos y con otros. Para lo cual es inevitable que Puigdemont -ya dijimos que como nuestro Cubillo en su día- regrese a España. Va a resultar que ese trabajo sucio, que restablezca la pax política española en la órbita de la derecha con sus demonios soberanistas, lo haga ahora Sánchez en su penúltima pirueta. Cabe esperar que haya ruido al principio y, al cabo de unos años, se habrá normalizado la anomalía.