Esta investidura puede acabar en una investigación. La política americana ya nos tiene acostumbrados a ello. No hay sino que ver en qué ha derivado Trump con sus forcejeos tras no conseguir gobernar en 2020. En sí misma, la ceremonia que tendrá lugar el 26 y 27 de septiembre siempre supuró un cierto simulacro bajo la capa de apariencias, como si fuera una investidura falaz. Feijóo busca apuntalarse en el PP.
Esta liturgia bajo un secretismo obliga a especular y en el fondo de todo hay una crisis política que no se acaba de cerrar en España desde que estalló el 15M, hace una década, y aquellos cachorros de la nueva política conocidos como los indignados se echaron al monte. No, el bipartidismo no se ha recuperado y la política española dejó de ser una cosa de dos. Y lo peor es que han vuelto a aflorar viejos fantasmas, como el tamayazo, que ocurrió hace 20 años, en 2003.
La nueva tesitura la leyó primero o mejor el PSOE, que abrió de inmediato el gran angular de los pactos. Al PP da la impresión de que le cuesta cambiar la marcha. En el pasado fue un partido con cintura que hablaba catalán en la intimidad, como decía Aznar para acallar a los suyos que coreaban “¡Pujol, enano, habla castellano!”, y llegaba a acuerdos tanto con Convergència i Unió -el catalanismo más exacerbado- como con los vascos en tiempos de ETA. Aznar ganó sin mayoría absoluta en 1996 a Felipe González y cerró el Pacto del Majestic con el Pujol más embravecido que se recuerda, con el PNV de Xavier Arzalluz, el político vasco más exigente, y la Coalición Canaria de mayor fuste de su historia: cuatro diputados. Manuel Hermoso apoyó, pero nunca tragó a Aznar.
El PP y el PSOE han pasado por esas horcas caudinas. Son dos partidos fuertes que necesitaban siempre, alternativamente, la muleta de algún soberanista que pasara por allí y tendiera la mano. Quid pro quo.
Hasta una fuerza minoritaria, de nacionalismo morigerado, pero audaz, como las AIC primero y más tarde CC, se subía con perspicacia a ese carro sin mirarle la cara al del pescante. Fue el caso, mucho antes, del disputado voto del diputado Mardones a Felipe González en 1989. Y a renglón seguido, se hizo un clásico la clave de bóveda canaria para apuntalar los gobiernos de la Moncloa de González a Zapatero pasando por Aznar.
Ahora, el PP se ha escorado a su derecha y no tiene quien le escriba, esperando primero aquella carta de Sánchez y después la del PNV. Solo esa soledad misógina explica que Feijóo haya lanzado a González Pons (también novelista, que ya ficciona sobre la investidura), a Bendodo, arremangado con cara de pocos amigos, y a Sémper Borja, con cara del cartero de Neruda comiéndose los marrones, a captar posibles tránsfugas en la bancada del PSOE. Entre los 121 escaños que obtuvo Sánchez solo necesita pescar cuatro. No parece una misión imposible, si no fuera un sórdido delito, con su burdo rastro de la más chusca corrupción. Es la pedrada al helicóptero de este otro incendio. Conviene guardar las formas, no sincerar los pecados con tanta antelación, que igual impera el buen juicio, tras este primer arrebato. Lo mismo sobre el PNV, donde los intermediarios del PP tratan de echar a pelear a Urkullu y Ortuzar, al que tachan de “acomplejado”.
En 1998 se firmó un pacto antitransfuguimo entre las fuerzas políticas, que, con sonrojantes deserciones, se convirtió pronto en papel mojado. 25 años después, el PP, uno de los principales firmantes, incita a la antítesis de aquel documento: la práctica del transfuguismo, es de suponer que invocando razones de Estado. Feijóo es un caso comprensible de líder en apuros. Ganó estrechamente las elecciones y debe mendigar tan solo cuatro votos. Es la maldición de los cuatro votos de Txapote, tras el infausto lema de guerra. Y, como hombre en dificultades, tiene un mes para reivindicarse y salvar los muebles en el naufragio. Paradojas de la vida, su situación comienza a parecerse a la de Sánchez a mediados de la década pasada. Ya hablan a sus espaldas y lo llaman “el candidato de una sola bala”. Si el rey no guarda las costumbres de la investidura a la lista más votada, estaría deshojando una margarita.
Feijóo acabará leyendo el manual de resistencia de Sánchez, que en 2016 perdió la secretaría general del PSOE por no querer abstenerse con Rajoy. Perder el timón y recuperarlo, como hizo Sánchez, no está fuera del alcance de Feijóo, si finalmente no logra la fuga de cuatro votos socialistas que necesita: los pages. Ya había dejado caer, antes del 23J, que si necesitaba un puñado de diputados hablaría con su amigo García-Page, presidente de Castilla-La Mancha y crítico confeso de Sánchez.
Lo que sucede es que Feijóo ha entrado en demasiadas contradicciones en muy poco tiempo. Sánchez sabemos a lo que juega. Como Zapatero cuando ejercía la geometría variable. Hoy ya es más frecuente. En toda Europa, la fragmentación parlamentaria obliga a pactos de tal naturaleza. Con esa receta, han llegado la derecha y la ultraderecha al poder en Suecia, hace unos meses, pese al triunfo socialdemócrata en las urnas. Lo que Feijóo llamaría un gobierno de perdedores.
Mientras el candidato popular desplegaba la tesis de la lista más votada, en comunidades autónomas y ayuntamientos promovía gobiernos de perdedores, pese a holgadas victorias socialistas, como la de Canarias. Esa doble vara de medir ha hecho mucho daño a Feijóo, que añade, en paralelo, ser el primer presidente del PP en traer la involución a España del brazo de Vox, que nunca le perdonará la traición de dejarle fuera de la Mesa del Congreso para hacerle un guiño al PNV.
El sol seguirá saliendo por Antequera. Daremos vueltas durante un mes a las soflamas carpetovetónicas contra el gobierno de la amnistía que romperá España. Es de confiar que no se recurra al ardid del ruido de sables. Según González Pons (o el personaje de su novela), el PP ha de hablar no solo con PNV, sino también con Junts, pues no son tan malos chicos, sino “un partido con tradición cuya legalidad no está en duda”. Nos vamos a entretener en este sálvese quien pueda, incluidos los tránsfugas “por amor a la patria”.