por qué no me callo

Un momento para la historia

Los momentos políticos que se recuerdan con el paso del tiempo tienen que ver con instantes casi mántricos de la historia. No es cierto que los acontecimientos se agolpen y se olviden en un totum revolutum, todos por igual, amazacotados en la montaña gris de la vida pública de una nación. Yo tengo grabados momentos que fueron significativos, y no me refiero a los más sonados que impactaron de por sí como un ataque por sorpresa, un aldabonazo o una cachetada de la infancia, cuando no como un acto providencial. No hablo del tejerazo, del 11-M o de la legalización del PCE. Están también en el inconsciente colectivo sucesos más ordinarios que, sin embargo, tuvieron un calado, una resonancia de perpetuidad ganada.

Ahora vuelve a la palestra la expropiación de Rumasa, que no fue poca cosa durante un largo período en que no parecía que pasaran hechos de mayor calado. Era una época anodina en que estos culebrones tenían una repercusión prolongada. Cuarenta años después de la caída en desgracia del grupo de la abeja, el Tribunal Superior de Madrid ordena que se recalcule el valor de aquel imperio, después de su ejecución por Miguel Boyer y 1.500 juicios, que suena a una canción de Sabina. “¡Que te pego, leche!”, el grito que acompañó al piñazo de Ruiz-Mateos, el empresario intervenido, en la cara del ministro de Economía y Hacienda, en los juzgados de Madrid, sigue intacto en la memoria de quienes lo vimos por la tele.

Ahora es impensable que cualquier asunto polémico genere una expectación dilatada. Casi nadie se acuerda de Bárcenas, condenado a 29 años de prisión (de los que ha cumplido seis), el de los papeles que paralizaron al Gobierno de Rajoy cuando parecía que el escándalo iba a acabar con el PP. Hoy está en semilibertad, con la autorización de Marlaska, bajo el desinterés general. ¿Y el caso Mediador del otro día, el de la coca, la mordida y los burdeles, semisumergido en el ostracismo por otras urgencias informativas?

La propia conmoción nacional por la deriva del rey Juan Carlos (85), su abdicación y exilio en Abu Dabi… Ya han pasado tres años desde que el emérito tomó las de Villadiego, y ahora, cada vez que le apetece, va y viene sin mayor sobresalto en el país, como si aquel globo sobre su figura que parecía que iba a pulverizar la monarquía se fuera desinflando (esta vez hilvanó un juego de palabras: “Gracias por haberme ayudado a estar y a estar tan bien como he estado”) . Y a nadie extrañe que cualquier día de estos se instale definitivamente en Madrid o en Sanxenxo, al tiempo que Puigdemont se cubilliza en Cataluña, regresando al lugar del crimen para pasar página. Y las dos Españas tan contentas.

Este va a ser, sin duda, uno de esos momentos o mementos (que, según la RAE, es detenernos a discurrir con particular atención y estudio lo que nos importa). La investidura y sus efectos colaterales constituirán uno de esos inevitables episodios que siempre salpicarán una conversación politica sin que desaparezca fácilmente del inventario de estos días, siendo la actual una época al rojo vivo a extramuros, con la jerga de la guerra y la retahíla cansina de los apocalipsis recurrentes. Desde el fracaso demoscópico del 23J hasta la conformación del próximo Gobierno, nada tiene desperdicio. Se hablará mucho en el futuro de los pactos regionales PP-Vox, de Feijóo como el político que abrió la veda a la ultraderecha en el momento más crítico de Europa. Y si Sánchez logra ser investido y gobernar, que a nadie le quepa duda de que ese será un tema congelado en la memoria para siempre. Difícilmente, podremos olvidar estas semanas y acaso los próximos meses, si continúan los movimientos involucionistas y la censura de espectáculos, y se reavivan ciertas nostalgias contagiosas, hasta inventar algo a los pies del monumento a Franco en la Avenida de Anaga, quién sabe.

En Italia se ha perdido todo rubor respecto a Mussolini. En Chile, a las puertas del 50º aniversario del golpe de estado de Pinochet a Allende, se dan zancadas en la tarea de blanquear al dictador pese al Gobierno de izquierdas de Gabriel Boric. Y sospecho que marca tendencia incluso en Europa. Aquella dictadura y el escudo acorazado que protegió a su protagonista cuando fue detenido por Garzón en Londres, hará 25 años dentro de un par de meses, lo erigen aún en referente de la ultraderecha de las dos orillas.

Mi generación sí guarda memoria de Pinochet (y en una acera de La Habana yo conservo la escena, sentada como una chiquilla, de Hortensia Bussi, la viuda de Allende, contándome informalmente cómo había vivido el bombardeo del Palacio de La Moneda el 11 de septiembre: allí murió su marido, que oficialmente se suicidó, armado con un fusil).

Hay momentos y momentos. Estamos viviendo, sin duda, uno de esos que tendrán vigencia colectiva durante una larga temporada. Hasta puede que CC rememore una de sus hazañas, si fracasa la componenda Feijóo-Abascal tras la cita secreta, por culpa del PNV, y se ahorra el voto al del PP. Cuando Felipe González, hace casi 35 años, necesitaba acudir a una cumbre europea en calidad de presidente recién elegido en España, pero le faltaba un voto para la investidura, Luis Mardones fue su salvavidas. Ahora, Cristina Valido acaso repita la historia con Pedro Sánchez si se alinean todos los planetas.

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