Las Cortes Generales surgidas del 23J nace con dificultades de partida aún más crecidas que las que marcaron el tiempo político de los últimos cuatro años. No me corresponde examinar en estas líneas los graves errores estratégicos que explican que, pese a su incremento de votos y escaños, el PP -fuerza política que, objetivamente, ha resultado ser la primera en número de apoyos y escaños- sea incapaz de sumar los apoyos para la investidura de su candidato, Feijóo, a la Presidencia del Gobierno. Bástenos con constatar que, verosímilmente, sólo la candidatura de Pedro Sánchez, al frente del PSOE, puede aspirar a sumar más votos a favor que en contra, condición existencial para arrancar la Legislatura conforme a las condiciones del art. 99 CE, evitando, por lo tanto, incurrir en la cuenta atrás (término de dos meses) de la “repetición” de elecciones (art. 99.5 E).
Como sabemos bien quienes ejercemos mandato representativo en el Parlamento Europeo (PE), en un escenario en que ninguna fuerza política tiene mayoría suficiente para aprobar leyes por sí sola, la negociación -dialogada- hacia compromisos comunes es la única vía para abordar decisiones de envergadura política o fuerza legislativa. Ello exige habituarse a la conversación desde posiciones no ya diferenciadas sino a menudo distantes o incompatibles entre sí, buscando puntos de encuentro mediante cesiones mutuas. Ninguna de las premisas de partida propias de cada cual es vinculante para el resto de los actores implicados en el juego: sólo el acuerdo, expresado por escrito, delineará el espacio de la confianza prestada en cada voto.
Concretando este principio al paisaje descrito por las urnas en las elecciones de julio, con todas sus complicaciones, no cabe sino abrir cauce a un diálogo en el que los pedimentos de cada formación que pueda concurrir a la buscada mayoría de investidura deberán ser sopesados y, en su caso, conjugados con los de las demás, y desde luego con el perímetro de lo aceptable y explicable por el PSOE, del que procede, por su mayor peso, la candidatura a la Presidencia del Gobierno y al consiguiente liderazgo político en el conjunto de España.
En esta fase se oirán -se han oído ya- declaraciones o “demandas” como las planteadas por el eurodiputado Puigdemont -líder de Junts, prófugo de la Justicia-, con las que desde el PSOE no se comparte ni el fondo ni la forma, por lo que no es una opción incorporarlas sin más, sin que ello excluya explorar los acuerdos potencialmente alcanzables, delineando lo que será parte de la acción de Gobierno respecto de lo que no (y que, consiguientemente, seguirá siendo parte de las aspiraciones de máximos distintivas de cada formación).
Este enfoque permite encuadrar la discusión a propósito de la posibilidad (y los confines) de una ley de amnistía por la que se ponga coto a la perseguibilidad de delitos (y responsabilidades civiles conexas) cometidos en el curso de los “hechos” de 2017 (el Procés y la Declaración Unilateral de Independencia/DUA), con el consiguiente quebranto de la convivencia entre catalanes -y, por extensión, entre españoles- y del orden constitucional.
Primera posición al respecto. Vaya por delante que la discusión no concierne sólo -siquiera principalmente- a su encaje constitucional: hasta tal punto es política que las valoraciones de constitucionalidad traslucen sin dificultad opciones políticas previas, cernidas sobre las opciones y sobre las condiciones para la continuidad de un Gobierno de coalición progresista liderado por Pedro Sánchez con los heterogéneos apoyos de las minorías nacionalistas cuyo denominador común reside en la motivación de evitar un Gobierno de derecha aliado con la extrema derecha. Dando esto por sentado, añádase de inmediato que la Constitución es en sí Derecho vivo: pertenece a la comunidad política constituida y a su proceso democrático. No es, desde luego, “un chicle”, pero tampoco una piedra: no pertenece tampoco a quienes la redactaron (“constituyentes”) sino a sus sujetos y destinatarios, la ciudadanía y los actores de la sociedad abierta bajo su cobertura (las “generaciones vivas” de españoles). No cabe en Derecho constitucional la reclamación de ninguna patente “originalista” (por la que la lectura vinculante la fijarían quienes la hicieron) sobre su interpretación o sus posibilidades: Corresponde a los poderes democráticamente constituidos -a la cabeza, el Parlamento por el que se expresa la soberanía nacional- su “desarrollo” y actualización en cada momento histórico, reservándose al TC la garantía de su supremacía normativa y supralegalidad en cuanto “intérprete supremo” (art. 1.1 LOTC).
Todo lo cual viene a cuento de la argumentación de que “ninguna amnistía cabría en la Constitución”, puesto que esta no la contempla y dado que, al hablar de la prerrogativa de gracia, prohíbe los “indultos generales” (art. 62i CE). Refutando este aserto, procede aquí subrayar que el indulto y la amnistía son instituciones distintas. El indulto es una decisión individualizada por la que el Gobierno, tras un proceso judicial con todas las garantías y una condena firme, condona (a menudo, solo parcialmente) el cumplimiento efectivo de la pena impuesta. La amnistía es, en cambio, la potestad legislativa de extinguir las causas penales en curso y/o las responsabilidades penales derivadas de un supuesto de hecho claramente delimitado en su marco temporal (de qué momento a qué momento ejercerá sus efectos la vigencia de la ley), en su ámbito de cobertura objetiva (qué hechos y qué delitos no serán perseguibles ni enjuiciables a partir de su entrada en vigor y en lo sucesivo), y en su ámbito subjetivo (qué personas podrán invocarla).
En el orden constitucional vigente en España el legislador democrático -las Cortes Generales que representan la soberanía nacional que reside en el pueblo español- no tiene excluida esta opción. No, desde luego, porque la Constitución prohíba los “indultos generales” (norma esta coherente con el sentido individualizado de cada pena y de la eventual decisión del Gobierno de condonar su cumplimiento de forma individualizada y tras cumplir los trámites preceptuados por la ley, sin que ello implique cuestionar ni la Ley penal ni el Poder Judicial que dictó la condena tras un juicio con todas las garantías). Pero tampoco por el argumento -muy repetido estos días- de que “una amnistía solo procede para transitar desde una dictadura a una democracia plena”: lo desmiente la evidencia de que Constituciones vigentes en democracias reputadas -Francia, Italia, Portugal (además de, en la historia constitucional de España, la Constitución de 1869 y la Republicana de 1931)- establecen esa opción legislativa sin vincularlas a un cambio de régimen ni a lo que ahora conocemos como “Justicia transicional”. En otras palabras, varias democracias sólidas de nuestro entorno han aprobado leyes de amnistía para imprimir un nuevo cauce a la gestión de un nuevo tiempo para la superación de algún conflicto o perturbación del orden público sin “autoenmendarse” ni “autodeslegitimarse” por ello.
Por su parte, la jurisprudencia del TEDH solo ha cuestionado compatibilidad con el CEDH -en sentencias muy contadas y acotadas a supuestos muy específicos- de aquellas leyes de amnistía que cierren el paso a la investigación, persecución y enjuiciamiento de delitos de lesa humanidad o de graves violaciones de los derechos humanos (casos, en su momento, de conflictos armados y acaecidos en Turquía y en Repúblicas, como Croacia, surgidas de la implosión de la antigua Yugoslavia). Nada que ver con las responsabilidades pendientes de algún enjuiciamiento por los “hechos de octubre” de 2017 en Cataluña.
En cuanto a lo sustancial, que es el debate político que suscita una medida de impacto tan discutido, será preciso cargar toda la tinta en la justificación constitucional y democrática de la opción legislativa, razonando públicamente los fines a los que se apunte. Esa es la ocasión y el contexto para sortear -en aras de objetivos mayores- la antipatía y el rechazo que la ejecutoria y figura de Puigdemont suscita innegablemente en amplios segmentos de opinión, con presencia e influencia en buena parte del electorado socialista. La recuperación de la convivencia y la normalización en Cataluña -con beneficios, por extensión, para la reputación de España en la UE y en la arena global- han requerido varias veces de decisiones arriesgadas, adoptadas con coraje -y con coste- por el Gobierno presidido por Pedro Sánchez: la realidad en Cataluña ha confirmado su acierto, pese al ruido generado, la acritud de su polémica y las resistencias opuestas. Sólo cabe añadir que una ley de amnistía tendría el mismo coste que tuvo en su día la reforma del CP, con la diferencia -no menor- de que una reforma penal tiene efectos generales (modifica o deroga tipos vigentes), mientras que la amnistía contrae sus efectos exclusiva y razonadamente al supuesto temporal, objetivo y subjetivo sobre el que se fundamente su justificación política y legislativa ante la sociedad española y su ciudadanía.