El idilio entre Tenerife y Valdano fue mutuo e instantáneo. Fue un amor a primera vista. La madrugada de abril del 92 en que aterrizó en la isla para asumir el reto descabellado de entrenar al Tenerife dice que tomó una de las decisiones más arriesgadas de su vida. Lo contó este jueves, en el Teatro Guimerá, al reconstruir la escena, el momento social en que se produjo, su instinto envenenado de fútbol después de haberse retirado por una hepatitis cinco años antes en el Madrid, y la conciencia de que 30 años han pasado pero a él le han parecido diez.
Valdano es nuestra deidad particular. Durante los dos años que estuvo a bordo de la isla, del 92 al 94, desató tal grado de euforia y seducción que cuesta trabajo encontrar en la historia del fútbol de este país del último medio siglo otra odisea semejante. En aquellos días, su conmilitón en el banquillo, Ángel Cappa, buscaba visos de racionalidad. Habíamos entrado en una hipnosis colectiva. Los dos traían fundamentos futbolísticos arraigados, eran menottistas tildados de románticos, en las antípodas del bilardismo prosaico de la Argentina futbolística profunda y habían planeado qué hacer cuando encontraran trabajo en un equipo.
La llamada del Tenerife a Valdano, antes de que le diera tiempo de comentar un partido europeo del Madrid en Turín, fue el pistoletazo de salida. Entonces, como recordó cerrando los ojos el jueves en un Guimerá abarrotado que lo escuchaba atentamente, fue cuando dijo que sí, sin pensárselo dos veces, llevado de la intuición, “la velocidad punta de la inteligencia”, según Valdano.
El resto es una de las historias de fútbol más conmovedoras e hímnicas (su palabra favorita) que se pueden encontrar en los anales del fútbol español. No por superlativa en títulos. Allí no se ganó ninguna copa (salvo el Gamper como postre de la machada ante el Madrid). Había un desafío concreto: salvar al Tenerife del hundimiento. Una historia corriente en su origen. Pero, sin embargo, dentro de ese cofre se ocultaban episodios, hitos y contingencias que nadie podía prever en aquella víspera del sepelio del Tenerife, en 1992, cuando llegó Valdano a la isla a falta de ocho partidos con la espada de Damocles de un descenso más que predecible.
La foto de Javier Pérez y Jorge Valdano, en la firma del contrato de urgencia de ese momento, hablaba por sí sola. Sus rostros miran a la nada, con miedo y presentimiento. Al Tenerife le esperaban los rivales más portentosos: “Viene la aristocracia del fútbol español”, avisó Valdano: Real Madrid, Barcelona, Valencia… Eran los últimos años de la prehistoria antes de la mejor liga del mundo, con Ronaldo Nazário y otros monarcas, y ya estaba el penúltimo Maradona en el Sevilla lanzando libres directos prodigiosos. En aquella antesala de la liga de las estrellas, de la ley Bosman y los derechos televisivos militaba el Tenerife con la soga al cuello. Por eso eran días tristes, de pésame general y, en mitad del duelo, llegaba aquel argentino campeón del mundo en México’86, que no había entrenado nunca y era famoso por sus lecciones magistrales en los medios de comunicación. Hablaba del achique, del marcaje en zona, del 4-4-2 en rombo, del juego limpio, del toque, de la estética del fútbol. “Todos quieren ganar, pero solo los mediocres no aspiran a la belleza”, predicaba. Lo estaban esperando: a ver si este cumple lo que dice.
Tuvo la osadía de querer salvar al Tenerife del naufragio con buen fútbol: “Escapar de pobres jugando bien”, dijo en el teatro cuando le pregunté por su manual de supervivencia.
Llegado el momento, el árbitro pitó el comienzo de aquella ráfaga de ocho balas. Valdano confesó una pesadilla el jueves en el Guimerá. Una jugada del primer partido: “Fue un mano a mano entre el mejor del Valencia, Fernando, y Agustín, nuestro portero. Los dos solos. Y el duelo lo ganó Agustín. Si hubiera sido gol, estoy seguro de que nada de lo que ocurrió después habría acontecido”. Lo contó con una secuela postraumática. “Aún sueño con esa jugada. En una de estas, Fernando acabará metiendo el gol”, bromeó. Y el teatro se rio a carcajadas.
¿Por qué es tan significativa la historia que vivieron Valdano y Tenerife aquellos dos años de luna de miel? Porque el equipo se sacudió a los grandes, fruto de una metamorfosis que le hizo creerse superior a cualquier rival. Doblegó al Barcelona de Cruyff y derrotó al Real Madrid en el mítico final de liga más agónico que se recuerda. Como quiera que repitió la hazaña en la temporada siguiente ante el Madrid (que de nuevo en el último partido en la isla se jugaba el título con el Barça), el Tenerife adquirió una vitola de matagigantes, que le hizo ser un equipo símbolo en toda España, el David contra Goliat. En un aeropuerto de Estados Unidos, el exsecretario de Estado Henry Kissinger entabló una conversación con el economista José Carlos Francisco, no de economía ni de política, sino de fútbol, del fútbol tinerfeño. Le habló como un hincha blanquiazul de las gestas del equipo de Valdano, de Fernando Redondo, Felipe y Quique Estebaranz, de las ligas que perdió en la isla el Madrid y del sueño de Europa. La palabra clave era esa. Valdano. Sueños de Fútbol es el título del libro que dimos a la luz los tres (con mi hermano Martín, que en paz descanse) en 1994.
Europa era, en efecto, el gran sueño de Javier Pérez. “Javier soñaba a lo grande, y esto es lo primero que tenemos que tener en cuenta”, afirma ahora Jorge. En la segunda victoria contra el Madrid, el Tenerife acabó quinto en la clasificación de Primera: Barcelona, Real Madrid, Deportivo, Valencia y CD Tenerife. Y, una vez en la UEFA (actual Europa League), eliminó a Auxerre y Olympiakos. Y ganó en casa a la Juve, y se despidió con honor, dejando que la vecchia signora siguiera adelante por la diferencia de goles. Esa era la proeza que ponía la guinda a aquel Tenerife valdanizado, poseído por un don de grandeza que debe de conservar en una molécula de su ADN, y que, 30 años después, Paulino Rivero, el actual presidente del club, ha querido reactivar con el homenaje a Valdano en la isla, su hogar adoptivo.
Jorge irrumpió en el escenario bajo una salva de aplausos, y durante la velada no dejaron de aplaudirle, reír con él e, incluso, gritarle “¡vuelve a casa!”. Cuando salió del teatro llevaba en la solapa la insignia de oro y brillantes del club que le hizo hace 30 años el hombre más feliz de la Tierra.