En julio (tenía que ser julio) de 2016, Julio Iglesias me concedió una entrevista biográfica. Dimos la vuelta a su vida en aquella entrega para DIARIO DE AVISOS con motivo de una gira insular, que incluía La Palma, Tenerife y Gran Canaria. Me dijo que se sentía “palmero, chicharrero, canarión y de Lanzarote”. Acaba de cumplir 80 años (nació el 23 de septiembre de 1943), pero en realidad tiene 61, pues volvió a nacer tras un grave accidente de tráfico en Madrid (el 22 de septiembre de 1962), que casi lo deja paralítico. Psicológicamente, Julio es, por tanto, un sesentón, con 20 años menos, incluso unos años más joven que yo. Aquella vez me sorprendió que me hablara con tanto calado de la muerte. La conoció de cerca en el hospital, con las camillas hacia la morgue. Había vivido una temporada en Santa Cruz de Tenerife con el padre y me hablaba de nuestras calles con familiaridad. Sigue siendo aquel hombre tímido hasta el tuétano que se comió el mundo. Pero teme que la vida le juegue una mala pasada en cualquier esquina. Por eso pasa periodos de reclusión en sus palacios insulares, donde vive como un rey, y lo creen enfermo y desmemoriado.
Todo eso acerca de la mala salud y pérdida de lucidez que se le atribuyó hace apenas unos meses era rigurosamente falso. En esos días, mi hermano Martín y yo hablamos con él. Martín estaba en Los Limoneros y Julio, desde Punta Cana, le envidiaba desconsolado como un niño: “En ningún sitio he comido plátanos como en Los Limoneros de Tenerife”, decía alzando la voz desde el otro extremo del mundo. Vacilamos, comentó proyectos e intimidades. “La gente cree que soy Goliat, pero yo soy David, frágil y obligado siempre a superarme”. Luego Martín murió. Y me he quedado con aquella entrañable charla telefónica que coordinó Juan Velasco, el representante de Julio Iglesias, para hablar de anécdotas que el cantante quería compartir con nosotros acerca de Los Sabandeños, Valdano o Iñaki Gabilondo y las Islas. Julio tenía todo el tiempo para matar la curiosidad. Está escribiendo sus memorias y recopila aspectos de su vida que le apetece contar. Quizá vuelva y cumpla lo que me dijo en aquella entrevista: “Yo solo sé vivir sobre un escenario”.
Cuando era niño y no teníamos recursos, mi madre me llevó a escucharlo al Guimerá y los dos disfrutamos del Julio primerizo desde el gallinero. Yo le había hecho una caricatura y se la llevamos al camerino. Julio me contó muchos años después que fue gracias al accidente de tráfico en la carretera cómo se convirtió en un artista universal. En el hospital le dieron una guitarra y compuso La vida sigue igual. Y la ofreció a quien quisiera cantarla. Nadie daba dos duros por su carrera y le trataban con indiferencia. Hasta que alguien le preguntó, ¿por qué no la cantas tú? “Yo no sé cantar”, respondió sinceramente. ¿Quién lo iba a decir? Vaya, si aprendió a cantar. Es un caso paradigmático de self-made man. El cantante pop que conquistó el planeta con la sonrisa de su voz no sabía cantar cuando visitaba las casas discográficas, aún con muletas, para que alguien le comprara su primera canción como compositor. Julio Iglesias es mi cantante favorito. Pero eso no tiene mérito. Hoy ya a nadie le da pudor reconocer lo mismo, porque es el artista español más universal junto a Picasso y Dalí.