Me han traído de Londres una caja de galletas de macadamia de Fortnum& Mason, en Picadilly Circus, acaso la fábrica más selecta del mundo. En nuestra relación con el Reino Unido, siempre me han gustado esas cajas tan bonitas de galletas que reflejan paisajes idílicos de la campiña inglesa, caballos, perros, cazadores, estanques dorados. Fortnum&Mason es proveedora de la Familia Real y acaba de sacar -y también me han regalado- una edición especial de variedades de té, mezcladas, de diversas procedencias, conmemorativa del acceso al trono del Rey Carlos III. También me traían mermelada de fresa, pero en el control aeroportuario se encargaron de mamársela, porque decía el puto segurata que era líquido y que no se podía llevar en el equipaje de mano. Ya se sabe que los británicos roban muy bien, la historia se ha encargado de demostrar este extremo. Le dije a mi sobrino que escupiera en la mermelada antes de entregársela. No hay agendas, ni carteras, como las que se venden en Smithson of Bone Street, que son carísimas, ni mercancías de lujo como las de Harrods, donde las empleadas están a punto de cumplir los cien años. No hay manjares -fruta, repostería- como los de Fortnum&Mason, ni ropa barata que dure toda la vida como la de Mark and Spencer. Estas casas sobreviven a los tiempos con una contumacia británica, porque insistentes y tradicionales sí que son los jodidos. En el Puerto vivía una señora que decía siempre que las galletas que a ella más le gustaban eran las biscuits, ignorando que biscuits se traduce como galletas en inglés. O sea, que la señora redundaba. Lo que quería decir era que los dulces más apetecidos por ella eran las galletas inglesas. Las latas son codiciadas en mercadillos de viejo y gente hay que las colecciona. Aquí somos mucho más bastos.