tribuna

Sin papas en la boca

Feijóo se ha constituido en un candidato infructuoso. Basó su campaña electoral en enterrar el sanchismo, convencido de que daría la vuelta al calcetín y se erigiría en el salvador de la derecha y ultraderecha como una dupla. Vendió su alma a Vox, hizo pactos mefistofélicos tras el 28M, arrebató gobiernos en territorios donde se impuso el PSOE y cuando ganó/perdió las elecciones generales, a falta de cuatro votos, como un náufrago en la orilla, ya era tarde para reclamarse la lista más votada: había arruinado todo el crédito en autonomías y capitales de media España con pactos de perdedores.

Ahora, el candidato fáustico que busca la investidura a toda costa ataca a discreción: al PNV por rechazarle en el baile de casaderas de La Cenicienta en la investidura; al PSOE, promoviendo tránsfugas potenciales, y al presidente del Tribunal Constitucional, preventivamente, por si consiente “manchar las togas” para que prospere la supuesta amnistía de Puigdemont. Hemos entrado en un callejón sin salida conciliadora, y el choque de trenes alienta la crispación guerracivilista española.

Feijóo no es un mal hombre. Tiene aspecto de gente sencilla, venida de abajo. No se puede pedir peras al olmo. En otras circunstancias, habría sido un buen presidente conservador en la España democrática que ha visto pasar por la Moncloa a Aznar y a Rajoy.

Pero Feijóo acarrea un pesado lastre biográfico. Ha abierto la puerta a la involución en un país que el próximo mes cumple 45 años de Constitución aprobada en las Cortes. Casi medio siglo después, los pactos PP-Vox se vuelven un baldón que le persigue desde hace meses, y fueron la causa de su frenada el 23J.

El dilema es pactar más allá de las murallas. Saber si el PP tenía aliados fuera de Vox, UPN y CC. Y Feijóo, honestamente, pensó en Junts (tras el no del PNV). Pero su partido, no. En el PP profundo (en el Mediterráneo catalán) lo han enmendado dos veces. Cuando quiso reunirse con el partido del prófugo y cuando una mañana dijo en Tenerife, esta misma semana, aquello tan inocente de abordar el “encaje territorial de Cataluña”. Casi lo queman vivo y, por la tarde, se humilló en un autodesmentido por escrito. No hay manera cuando se lidera un partido que está a la contra. Hay que ponerse en la piel de este hombre.

En España la ultraderecha ya toca poder, cosa que silencian la derecha y la izquierda antisanchista, como si fuera un mal menor. En Chile, tras 50 años (mañana) del pinochetazo a Allende, la sociedad está dividida fifty fifty sobre el dictador. ¿España también sobre Franco, acaso? ¿Dónde ponemos el foco? ¿En la llegada de la ultraderecha al poder? ¿O en la amnistía sucedánea a Puigdemont? ¿En verdad, cuál es el problema, en términos políticos, más sensible?

En los días de la cuenta atrás, asistimos a un debate sobre el porvenir de España. Y se habla de conjurar un supuesto golpe de Estado de la Moncloa si se perdona al leviatán del procés (“No lo hagas, Sánchez”, corean). Se ignora el contexto, que estamos en una Europa en ascuas, con una guerra a las puertas, y que las palabras las carga el diablo.

Pasar página al procés (cuyo epónimo es Puigdemont) es un plato de mal gusto. ¿Y si desinfla el globo servirá? En el pasado ya ha habido decisiones estragantes sin que la sangre llegara al río. Cuando no queda otra. ¿Impedir un gobierno que llega de la mano de la ultraderecha es razón insuficiente?

Los indultos y las reformas de la sedición y la malversación son hijos de este escenario perverso. Pero nadie se ha rasgado las vestiduras y el suflé independentista mengua en favor del PSOE; quizá al PP no le satisfaga. El PP quiere presidir una gran coalición con el PSOE para no pasar a la oposición. Ya antes los socialistas se abstuvieron en la investidura de Rajoy.

Es comprensible que la amnistía haya encendido todos los odios sarracenos de la política española, incluida la izquierda. Nunca un PSOE homenajeó al otro, como nunca Aznar vitoreó a Rajoy. Sánchez es, además, un político socialista emergente en Europa cuando la ultraderecha gana terreno. Si es investido, se consagraría a nivel continental, algo inédito en el propio PSOE. En España le atacan propios y extraños. ¡Ah, el contexto! Esta es la clave. El síndrome de Macron, demonizado en Francia de extremo a extremo y beatificado en la UE por frenar a Le Pen.

El mundo ha cambiado en diez años como si fuera en un siglo. Y en el último lustro comenzó otra era. La democracia, o se adapta o desaparece.

¿Quién es Puigdemont? Lo que voy a decir (lo traigo a colación por segunda vez) es una historia escondida en la España mesetaria: un episodio de la política canaria que es un asunto de Estado. Puigdemont es una anécdota al lado de lo que representó Cubillo para la España de Suárez, en la Transición, que se jugaba el parto de la democracia, entrar en Europa y en el bloque occidental. Antonio Cubillo no ponía urnas para un referéndum, sino bombas caseras para lograr la independencia. No se exilió un puñadito de años, sino media vida en Argelia hasta lograr el apoyo de los países africanos para la autodeterminación de las Islas Canarias. No fue un parlanchín, sino un dirigente (romántico, si se quiere) de un movimiento de liberación al que Naciones Unidas (para desesperación en Exteriores de Oreja Aguirre y Robles Piquer, el cuñado de Fraga) había convocado en Nueva York para conocer sus tesis sobre la descolonización de Canarias. Y entonces (en 1978, el año de la Constitución), fue apuñalado en el zaguán de su casa por dos sicarios españoles en un atentado de Estado y quedó paralítico. Era el problema número 1 de España en el peor momento de la historia política del país, que cruzaba el puente de la dictadura a la democracia.

¿Saben lo que pasó con Cubillo? Lo trajeron de vuelta a casa en 1985, le dieron un pasaporte y pasaron página. Esta solución final le correspondió adoptarla a Felipe González, que siempre demostró ser un político inteligente.

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