Una de las opiniones sobre el PSOE más repetidas es que se trata de un partido socialdemócrata, al modo del partido alemán o del laborista británico. En otras palabras, es un partido de centro izquierda moderada, cuyas raíces ideológicas parten de Eduard Bernstein y la Sociedad Fabiana, junto a un rechazo absoluto del materialismo histórico y de todo el marxismo, en general. Pues bien, nada más lejos de la realidad. Hasta el Congreso Extraordinario de 1979, el PSOE se autodefinía estatutariamente como marxista, lo que hacía sencillamente imposible calificarlo de socialdemócrata. Su única diferencia con los comunistas, junto a los que luchó en la última guerra civil, era un indefinido leninismo, y su cultura, y la de sus militantes y votantes, era la propia del socialismo revolucionario. Por eso sus reuniones incluían -y, a veces, incluyen- el saludo puño en alto y el canto de La Internacional.
En el XXVIII Congreso Felipe González propuso el abandono del marxismo, no por propia iniciativa, sino porque era una exigencia de la Fundación Friedrich Ebert, la fundación socialdemócrata alemana, que estaba financiando generosamente al PSOE renovado y refundado frente al PSOE histórico de Rodolfo Llopis. El Congreso rechazó la propuesta, lo que motivó que González no se presentara a su reelección como secretario general. Meses más tarde, el citado Congreso Extraordinario reeligió a González y aceptó finalmente abandonar el marxismo, aunque manteniendo las tesis marxistas como “instrumento crítico y teórico” dentro de la organización del partido.
El problema consiste en que ese abandono nunca ha sido plenamente asumido por sectores importantes de militantes y votantes socialistas. Hay socialdemócratas en el partido, pero el partido no es socialdemócrata. Ni siquiera existe una corriente socialdemócrata organizada al modo de lo que fue Izquierda Socialista en sus inicios. Y muchos jóvenes -y no tan jóvenes- militantes y votantes socialistas se sienten afines a Podemos o a Sumar; acusan al partido de derechización; y ni conocen ni les interesa la historia de España y la del partido. Algunos manifiestan en público su rechazo a Felipe González, llegando en ocasiones -pocas- al insulto.
De esta manera, el PSOE afrontó una crisis interna y transitó por una etapa de confusionismo ideológico y de indefinición táctica y estratégica, con un discurso y un relato diferentes en cada territorio, hasta que Pedro Sánchez recuperó la Secretaría General, de la que había sido defenestrado, liquidó a toda su oposición interna -precisamente socialdemócrata- y derribó a Mariano Rajoy apoyado en los sectores más radicales del partido. Así hemos llegado a la actual coalición de Gobierno, una coalición que se sucederá a sí misma tras la investidura de Pedro Sánchez, y en la que Sumar y la vicepresidenta Yolanda Díaz ganan constantemente mayor protagonismo frente a la no menos vicepresidenta Nadia Calviño. Una vicepresidenta que, por cierto, está intentando abandonar una aventura en la que no cree y huir hacia el Banco Europeo de Inversiones. Mientras tanto, sin coste electoral alguno, Sánchez afirma una cosa y su contraria varias veces al día, entre ellas que el partido que gobierna con mano de hierro es socialdemócrata; pero ya se sabe: dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces.