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Tipos pesados

A mi edad no caben los pesados. Había uno muy, pero que muy pesado, un latoso de campeonato, que te hablaba con los ojos medio cerrados y te contaba unas batallitas literalmente increíbles, en tono monocorde. Una vez me estaba yo bañando plácidamente en la piscina del hotel de unos amigos y me abordó, en un momento tal de relax que me cabreé, porque además estaba rodeado de agua por todas partes y mi estrategia de escapatoria era prácticamente imposible. No sabía cómo quitármelo de en medio, porque el tipo se me acercó y empezó a colocarme el rollo; pero se me ocurrió una idea brillante. Le dije: “Fulano, ¿no te importa apartarte un poco porque voy a echar una meada aquí, en el agua calentita?”. Santo remedio. Lo de la micción era mentira, pero el hombre no volvió a acercarse por la vuelta en todo el fin de semana porque yo cada vez que lo veía me metía en el agua. Es un truco que recomiendo a los veraneantes tranquilos, cuando se ven asediados por un pesado soberano, de esos que te esperan en los lugares más insospechados para colocarte un rollo insoportable. El plomo no conoce la prudencia, ni tiene sentido del tiempo, ni del espacio. Y el losa que, además, te escupe cuando habla, ese es terrible, porque expulsa un resto salivar blanco, muy desagradable, y con el que funcionaría un coche híbrido. En fin, que se acabó ya el verano y ahora el pesado puede ser que se retire un poco, porque el sol le motiva, pero acabará apareciendo otra vez, más temprano que tarde. También conozco a señoras muy pesadas, no se vayan a creer, pero no seré yo quien rompa la norma y que después me pongan de chupa de dómine en las redes. No es país para mí.

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