Anoche en la Sexta, el profesor de Relaciones Internacionales Pedro Rodríguez, dijo en dos ocasiones que las autarquías estaban mostrando una mayor eficacia frente al debilitamiento de las democracias. Esto me hizo pensar en que los valores que hemos estado defendiendo durante tantos años no son tan consistentes como nos parecen. El mundo está cambiando. Hay sectores donde el relato no es necesario y los ciudadanos aceptan que los guíen sin pedir cuentas cada cuatro años. Todo se basa en mantener el estado del bienestar para dar respuesta a lo más urgente. Cualquier ideología sería capaz de hacerlo, entonces para qué perder el tiempo en luchas intestinas que lo único que pretenden es el acceso al poder de las distintas castas. Tener que hacer esta reflexión me preocupa porque se quiebra un principio absoluto por el que hemos luchado durante tanto tiempo. Para qué sirvieron entonces los muertos en Normandía, los muertos en Corea, los muertos en Vietnam, si al final alguien vendría a decirles que el sistema que pretendían derrocar tenía mejores posibilidades en llegar a la perfección. No quiero pensar en esto, en tanto supone renegar de mi fe, pero, por otra parte, mi desconfianza me lleva a preguntarme ¿por qué se dicen estas cosas? ¿Qué nos está pasando para que dudemos de la bondad del sistema? Hace unos pocos años Lakoff hablaba de biconceptualidad en la política de los EE.UU.: la posibilidad de elegir soluciones progresistas o conservadoras en función de la situación y de la urgencia, independientemente de que una de las dos ideologías estuviera en el poder. Esto podría parecerse a los gobiernos de concentración de la señora Merkel, pero entonces, para qué servía la confrontación de las ideas si estas podían convivir sin problema. Puede ser que de esta acción inservible surja la polarización que hoy nos parece peor que el equilibrio de las alternancias. Era impensable que pudieran aparecer personajes como Milei o Donald Trump, pero también era lógico deducir que lo hacían como respuesta a las tentaciones revolucionarias que se iban asentando en el mundo en el nombre de la democracia real: Hugo Chávez, Evo, Ortega, la Cuba de los Castro, etc. El mundo tiene serias dificultades para entenderse. Como ejemplo la falta de acuerdo en la reunión de El Cairo que pretende parar una guerra; la guerra de todos los días, la guerra de siempre. No es un problema entre Occidente y el mundo islámico. En las democracias que defendemos como modelos se llenan las calles con banderas palestinas agitadas por personas que tienen sus sentimientos inclinados hacia ciertas autarquías, a las que consideran víctimas de terribles agresiones y genocidios. No todos comparten una fe religiosa, son sus ideologías las que les llevan a situarse en ese territorio. En parte tienen razón. Solo en parte, porque si la tuvieran toda tendríamos que empezar a preocuparnos y pensar que el profesor Pedro Rodríguez está diciendo la verdad. Tal vez esto no sea otra cosa que una de esas alarmas apocalípticas que nos invaden para hacernos estremecer. Si el fin del mundo va a llegar pronto, como dicen los agoreros, el final de las democracias tendrá que alumbrarse también y nos dedicaremos a la espera contemplativa para ver cómo todo se desmorona. Para qué luchar si el sol va a saltar en mil pedazos, las aguas de la inundación nos borrarán del mapa y la tierra se convertirá en un desierto incapaz de darnos de comer. Esta es la acción. La reacción es armarse para la lucha y evitar que esto ocurra. Todavía tengo la esperanza de que esta visión mía sea la consecuencia de que alguien quiere contagiarme su pesimismo para ver la oscuridad donde todavía hay luz. Como dice Fito Páez, una vez más: “Quién dijo que todo está perdido. Yo vengo a ofrecer mi corazón. La vida tiene una fuerza increíble. Es el factor dinámico más importante al que nos podemos agarrar. Cuando algo intenta destruirla multiplica su fuerza para resurgir, incluso allí donde están las mayores dificultades. Este es el gran milagro de la Creación. Por eso los océanos están llenos de gigantescos cardúmenes de alevines, más grandes que el tamaño del tiburón más grande. Se comerán a algunos, pero la mayoría sobrevivirá y volverán a desovar, y seguiremos aquí, con democracia o con autarquía, siempre con la vocación de ser mejores.
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