Me han operado dos veces en mi vida, una de amígdalas (el recordado doctor Barajas) y otra de fimosis (los fallecidos e igualmente recordados doctores Espinosa García-Estrada y Acevedo García). Tras esta última intervención, en el Hospital portuense de la Inmaculada, vigilado a cierta distancia por sor Pura, me instalé en una ventana de la casa de mi abuela, que daba al Ayuntamiento, y me dediqué a contarle a todo el mundo, a gritos, que me habían circuncidado. Al único que le permití ver la herida fue a los médicos y a mi padre, que hizo un comentario que no me gustó: “Nada del otro mundo”, indicó. Ante la ambigüedad de la frase estuve días pensando a qué se refería mi progenitor, si a la insignificancia de la intervención o a otro extremo más doloroso relacionado con el tamaño. Nunca le pregunté, ni falta que me hizo. Hasta la fecha he tenido mucha suerte con mi cuerpo, porque la verdad es que me he cuidado. Hasta que entré en este caos del periodismo hice mucho deporte, sobre todo fútbol, no he fumado un cigarrillo en mi vida y he bebido con moderación, lo cual influye bastante en que a los 76 haya vivido sin necesidad de mucho hospital, con excepción de un cateterismo innecesario que me dejó sin seguro privado porque la factura debió ser de aúpa. Ahora estoy condenado al treinta y ocho barra, con la incomodidad que eso lleva consigo, acostado en camillas de ambulancia y en fila india en los lúgubres pasillos de los aledaños de urgencias, que es la tónica. Todavía no ha habido necesidad, pero no pierdo la esperanza. Tendremos un día que hablar de la sanidad en serio, porque lo que veo no me gusta. Es brutal que se siga tratando así a la gente que paga impuestos y protesta poco.