por qué no me callo

Cartomagia y truenos de una investidura

Madrid parecía una escena de la Barcelona del procés. “No me gustan las manifestaciones en los partidos con pasamontañas y bengalas”, se confesaba contrito Carlos Mazón, que gobierna en la Generalitat Valenciana con el promotor de las grescas de Ferraz, Vox. Otro tanto expelía López Miras, que va del brazo de Abascal como Mazón, en Murcia: “Esto no acaba bien si somos ambiguos”. Pero Feijóo tardó en reaccionar, y solo lo hizo espoleado por Ayuso, que, entre ondas al agua despeinadas, se le adelantó en la condena a los ultras más bizarros que rompieron el cordón policial: “Que los detengan y juzguen”, casi ordenó.

Nada de lo que aconteció esta semana se parecía a las vísperas de una investidura presidencial, sino a una batalla campal, con reminiscencias del asalto al Capitolio en Washington o a la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia, como mencionó Sánchez al visitar la sede asediada del PSOE, como si la brisa de Gaza o Bajmut llegara a Madrid tímidamente.

O sea que la danza de estos días en el país de los tricornios y la Transición recreaba una vieja conocida coreografía golpista y pacifista a la vez. Los ideales neandertales de la derecha se repiten tal cual. Tampoco la izquierda está para tirar voladores por su caudal renovador. En general, la política española desprende un olor a naftalina.

Pero Sánchez es distinto en esencia. Desde que irrumpió en la censura a Rajoy como un ciudadano de a pie que pasaba por allí, sin escaño, ha sido diferente y ahora ha inventado un pacto de investidura de trapecista, el más difícil todavía y sin red, como Pinito del Oro. O un pacto de Tamariz, de cartomagia y numismagia. En fin, una obra de ilusionista que puede salir bien o mal. La odiada amnistía al procés se ha convertido en el caballo de batalla de la derecha, pero PP y Vox no trinan en Ferraz por eso, sino porque tuvieron cerca el poder y, por arte de magia, se les escapó.

Pedro Carlos González Cuevas cuenta en su Historia de la derecha española que esta, a lo largo del siglo XX, se bifurcó en una liberal-conservadora y en otra conservadora radical. Ahora operan juntas y, a la vez, se tiran de los pelos, y en ese desmelenamiento radica que hayan violentado la calle y tocado a rebato: España se rompe, Sánchez ha dado un golpe de Estado, Esto es una dictadura. La derecha, como diría Carl G. Jung, hace proyecciones de sus sombras y atribuye a otros sus endriagos.

Ahora que la función termina y se ha de votar a un presidente con 179 síes, esta comedia se vuelve una triste parodia. Feijóo, un buen hombre recién llegado a Madrid, se convirtió en un fiero trabucaire que retó a Sánchez en un debate trampeando con malabares toscos, firme usted aquí que apoyará la lista más votada. Era el único ganador posible según las encuestas. Jugaba con ventaja. El manual de partido prescribía por entonces -recuerden- desempolvar el fantasma de ETA para afear al rival sus escenas de cama con Bildu. Era cuando la derecha jaleaba “¡que te vote Txapote!”. La grave ocurrencia que gafó a Feijóo.

¿En qué momento se jodió la estrategia del PP hasta pinchar la demoscopia? Existe cierto consenso en establecer que fueron los pactos con Vox allí donde ganaba el PSOE (pisoteando el dogma inveraz de la lista más votada). La peña se espantó: ¡Viene la ultraderecha y Feijóo será Panchito medio siglo después! La nostalgia vende, pero el franquismo estaba sepultado y España no era Italia todavía.

El segundo plato del menú enterrar el sanchismo era el problema catalán, ahora llamado procés, pues Sánchez requería cortejar a Junts para gobernar, con Feijóo a falta de cuatro votos. Esa era la única rendija. Y reprochar a un político la querencia del poder es el peor chiste de esta crisis. De tal modo que el PP dejó de hablar de ETA y pasó a hablar de Puigdemont. Cambio de tercio.

Salvo el episodio del golpe de Tejero, la Transición extirpó el cáncer de la guerra y parió una España nueva sin odio concebida. Esta semana ese velo se rompió. Y, además, pasaron cosas extrañas alrededor. Cayó António Costa en Portugal por presunta corrupción y en el centro de Madrid le pegaron un tiro en la cara a Vidal-Quadras, que acusa del atentado a Irán. Un toque de Tarantino.

Europa se escora a la derecha y la ultraderecha, no es ningún secreto. En junio de 2024, las urnas dirán si la UE se parece más a Sánchez o a Feijóo, a cuál de las dos Españas. Es el momento más álgido del continente. En Alemania, una nueva lideresa de la izquierda radical anti-woke, Sara Wagenknecht, crea una alianza con su nombre para imitar a la ultraderecha (la AfD). Feijóo quiso hacerlo y no le salió bien. Hoy se manifiesta por toda España, con los pudores de Ferraz, que es cosa de Vox, pero también del PP, de Esperanza Aguirre y otros líderes menguantes.

La política es un contenedor de basura que se volcó esparciendo los desechos en la calle. Todo hacía presumir que Sánchez estaba caput y Feijóo sería presidente. Algo falló la noche loca de los algoritmos en un domingo de serendipias. Y la impresión que da Feijóo es que no ha digerido los resultados, con una huida hacia adelante agitando la calle a riesgo de parecer el Cojo Manteca. Pensó en la víspera que sacaría él solo 170 diputados. Esa era la foto del ChatGPT del PP hasta horas antes de que se cerraran los colegios electorales. Y obtuvo 137, que no le daban ni con los de Abascal. A falta de cuatro votos, Feijóo se transformó y desde entonces es otro. Cierto que le hostigan desde dentro y que entre Aznar y Ayuso lo tienen tarumba. Albergó esperanzas de atraer al PNV y poder hablar con Junts (“son buenos chicos, pese a todo”, vino a decir González Pons), pero los vascos le dieron plantón y el PP profundo no le consintió lo segundo; lo hizo a escondidas. Así se han escrito los renglones torcidos de esta investidura anfractuosa. Cuando Feijóo dijo en Tenerife, en septiembre, creyéndose lejos de las meigas de Madrid, que había que “buscar un encaje del problema territorial de Cataluña”, tuvo que desmentirse ipso facto o se lo comían en el partido. El presidente del PP reina, pero no gobierna. Debe de ser duro aceptar el fracaso en la orilla del éxito. Pero es la raíz de lo que nos está pasando. El nocaut de Feijóo.

¿Si el Congreso elige presidente en las próximas horas por los procedimientos democráticos y España duerme por fin tras la investidura, qué será lo siguiente? Esa incógnita habitaba Ferraz hasta la noche del 23J. Y ahora recorre los pasillos de Génova.

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