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La hora en que los hechos pasan factura

Las enseñanzas de este periodo conciernen singularmente al PP. Tras el desvarío de mezclar la calle con el Parlamento, en una pugna confusa de rangos sin fundamento, conviene a la primera fuerza de la oposición y de las urnas regresar cuanto antes a la superficie de la democracia
La hora en que los hechos pasan factura

El día después se ha hecho largo y traumático. Este es el maratoniano día después del insólito 23J, un día que ha tardado tres meses y medio en llegar, toda una eternidad, tiempo en el que hemos visto el país patas arriba en una suerte de ensayo dinosáurico de caos total. Quizá corrimos riesgos que ignoramos.

La reelección de Sánchez en la investidura imposible, consumada ayer, no es la culminación habitual de unas elecciones convencionales, con un debate al uso y la votación consiguiente mediante la simple suma aritmética de escaños a favor. Ha estado precedida del asedio de la sede del PSOE en Ferraz y de la persecución política de su candidato, en una sinergia sin precedentes desde sectores y estamentos influyentes de la sociedad, el mundo económico y relevantes instituciones del Estado, con honrosas excepciones. Estos días han sido un test de evaluación democrática de todos los pilares del Estado.

Significados voceros de la oposición y sus afines ideológicos han sostenido que esa era la respuesta preventiva a quien había dinamitado la convivencia, el Estado de Derecho y la Constitución misma, en referencia al presidente en funciones y candidato. Estaban en su derecho de reaccionar, siempre y cuando las amenazas fueran ciertas y no quiméricas.

De tal modo que convendría felicitarnos ahora de que, pese a todo, finalmente haya triunfado la democracia con mayúsculas siguiendo al pie de la letra en el día de ayer los cánones, uno a uno, de toda investidura reglada, libre y transparente. La España democrática normal, la que nace en las urnas y se dirime en las Cortes.

Una vez reunidos en el Congreso, los 350 diputados reemplazaron a los fantasmas agitados en la vía pública y devolvieron a la institución soberana por antonomasia su papel insustituible de garante de la Constitución.

La calle, tensionada como nunca en los procesos poselectorales del último medio siglo de este país, había hecho olvidar, en su impostura de los días más ardientes, con los peores presagios, que la sede de la democracia era el Congreso de los Diputados. Se había instalado la sospecha de que ese foro supremo había quedado relegado en un segundo plano o podría sufrir daños irreversibles. Y ha sido este miércoles y jueves cuando los ciudadanos han vuelto a la realidad, tras una pesadilla, como si las piezas volvieran a estar en su lugar. No todas las fuerzas políticas lo consienten en la misma medida y, en ocasiones, se ausentan de la Cámara en señal de disconformidad. Partidos como Vox deben reconsiderar el uso despectivo de la institución en momentos señalados como el de ayer, en aras de avalar sus convicciones democráticas, pues la vida parlamentaria ha de discurrir con el auditorio a favor y en contra, en contraste con un público acólito fuera de esas cuatro paredes. Son las condiciones de todo sistema político basado en la pluralidad.

Hemos aprendido muchas lecciones en el máster de estos días. De cómo la crispación del pasado era apenas la punta del iceberg de una refriega de insultos y acusaciones sin fin. Y hasta qué punto esa deriva era preocupante. Difícilmente podríamos explicar en Europa que en España un presidente en funciones salido de las urnas haya sido tildado de dictador y autor de un golpe de Estado sin que ninguna institución hubiera sido suspendida. La controvertida ley de amnistía al procés pasará a la historia como la primera ley denostada antes de ser conocida, tramitada, debatida y, en su caso, aprobada en sede parlamentaria.

Las enseñanzas de este periodo conciernen singularmente al PP. Tras el desvarío de mezclar la calle con el Parlamento, en una pugna confusa de rangos sin fundamento, conviene a la primera fuerza de la oposición y de las urnas regresar cuanto antes a la superficie de la democracia, donde están las aguas en las que la derecha española decidió navegar desde la Transición hasta nuestros días. Ahora tocan noches largas en algunas organizaciones políticas. Es inevitable. Las bases de los partidos conservadores se harán las preguntas pertinentes, tras ver al candidato socialista emerger de la investidura con 179 votos frente a una oposición a riesgo de parecer monocolor una vez consorciada en autonomías y ayuntamientos.

Al PP compete reubicarse en el espacio que le corresponde y estar a verlas venir, pues no solo se enfrenta el nuevo Gobierno de Sánchez a las tiranteces innegables de unos socios incómodos, sino que en la derecha y la ultraderecha se presumen curvas si los pactos PP-Vox naufragaran en algunas o todas las comunidades donde cogobiernan, a tenor de las amenazas explicitadas por Abascal.

Los líderes de la protesta social contra el PSOE por la ley de amnistía han desplegado todas sus fuerzas partidarias y adyacentes en instituciones de toda índole a fin de derribar al adversario y frustrar su elección. No ha sido así.

Una vez fracasada democráticamente esa posibilidad, han de afrontar, con lógica resignación, que sus huestes les pidan ahora responsabilidades a sus máximos dirigentes a la vista de los resultados. Es la hora en que los hechos pasan factura el día después. ¡Jaque mate!

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