tribuna

La última novela de Vargas Llosa

Toño Azpilcueta, un crítico de música folclórica, hijo de un italiano con apellido vasco mal escrito, descubre al guitarrista Lalo Molfino, encontrado, siendo un bebé de escasos días, por un cura en un basurero, y salvado antes de ser devorado por las ratas. Azpilcueta sufre obsesiones con estos animales y un trastorno que le lleva a escribir un libro donde mantiene la tesis de que el vals peruano es la idea común que salvará a la unidad de su país y hasta del mundo. Una historia tan sencilla y disparatada sirve a Vargas Llosa para establecer que el lenguaje es la única fórmula que avala el entendimiento de los pueblos, y hace un canto a las excelencias del español como único medio de pacificación en una América prehispánica donde se hablaban más de cinco mil lenguas. Este es el principal mensaje de la última novela del premio Nobel. El lenguaje es el vehículo principal de las ideas, de la ciencia, de la construcción histórica de los pueblos, de sus costumbres y de su cultura. Sin el lenguaje sería imposible que la psicología pudiera escudriñar en las mentes de los hombres, que se sentaran las bases para las leyes, o que la música se explicara con palabras. El lenguaje dispone de estructuras que lo han ido asentando con el tiempo como un monumento perfecto en el que es exigible la pertinencia y la lógica para ser aceptado por unanimidad.
El lenguaje es la conclusión de que las cosas importantes e imprescindibles se instalan de abajo a arriba. Que primero se crean y se construyen para después proceder a su estudio y a sus exégesis. Que la teoría surge después de una abundante praxis experimental. Sin el lenguaje yo no podría estar tratando de explicar esta idea, ni Cervantes habría escrito su novela, ni mi antepasado Alonso Fajardo su carta al rey que es tenida como ejemplo del castellano moderno. El habla española ha conseguido el equilibrio perfecto para que no le sobre ni le falte nada. Los poetas podrán añadir metáforas imposibles y métricas más o menos armonizadas, pero con las herramientas de una sintaxis sencilla se pueden alcanzar expresiones llenas de rotundidad que hacen de la comunicación algo extraordinariamente convincente e indiscutible. De esto va el libro de Vargas Llosa titulado Le dedico mi silencio. Quizá en ese nombre se esconde una contradicción porque el silencio está en las antípodas de ese vómito literario que ordena unas palabras detrás de otras hasta conseguir un todo pleno de coherencia y belleza comunicativa. La conclusión es que los hombres solo pueden acordarse y convenirse por este medio, que el vals peruano es solo la expresión de un localismo que tiene el recorrido escueto que lleva del puente a la alameda, que más allá está la ciudad, la costa, la sierra, el país, el continente, el mundo entero y hasta la concepción universal de lo que somos. En esta unidad y en esta confluencia se halla nuestra grandeza. Los hombres hemos conquistado a otros con la palabra, hemos construido imperios uniformando las formas del idioma para hacernos entender con unas reglas lingüísticas comunes. Para ello rompimos con la Babel de los desentendimientos. No hay nada como la palabra para convencer. Vargas Llosa dice que no escribirá más novelas. Este es el último recado que nos deja. No es nada nuevo. En el fondo, todos los escritores vienen a decir lo mismo, que la salvación está en seguir fabricando frases entendibles, que el mundo se expande con palabras y que en su preservación y su perfeccionamiento se encuentran las bases para un futuro con esperanzas.

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