Se sigue insistiendo en la diferencia entre legal y legítimo. Una forma de verlo es que la legitimidad la otorgan las urnas en función del compromiso que establecen los políticos con lo que ofertan a sus electores. En este sentido se puede afirmar que en las elecciones de 2019 y en las de 2023, lo que se prometió en campaña no coincidió con lo que resultó después. En 2019 había que tomar dormidina para gobernar, y ahora se acaba renegando de aquello que se dijo que nunca se haría. En este sentido, legitimidad poca y legalidad toda. Juan Linz, nuestro gran sociólogo, decía que estas cosas tenían poco que ver a la hora de valorar a un gobierno, que lo importante era la eficacia. Podía haberlos muy legítimos y poco eficaces y muy eficaces con muy poca legitimidad. La eficacia tiene mucho que ver con las oportunidades que da la estabilidad. Difícilmente un gobierno inestable puede ser eficaz, aunque todo puede ocurrir, y el milagro de las correcciones, de las improvisaciones y del sálvese quien pueda, quizá provoque situaciones de originalidad extrema con aspecto de genialidad. No es la situación ideal en ningún caso. Las emergencias pueden ser entendidas por una gran masa social o no serlo. En el primer caso el acierto es lograr el apoyo de los grandes sectores, en el segundo es gobernar a cara de perro, con una mayoría en contra permanentemente de las acciones de gobierno.
Sin discutir sobre legitimidades ni legalidades, estamos en algo muy parecido al segundo caso que acabo de describir. ¿Es esta la situación ideal? Parece que no. Sin embargo los propagandistas de los medios hacen ver que un posible caos se convierte en una victoria heroica que hay que celebrar a toda costa. Ya se habla de ponerle una calle en Barcelona a Santos Cerdán. Yo me alegro de que España tenga un gobierno. Me da igual el que sea con tal de que gobierne. Pero por otra parte me preocupa el panorama que se presenta conociendo los cabos sueltos que se quedan en los acuerdos de investidura, y, sobre todo, cómo se van a resolver para satisfacer a los sectores profesionales que han manifestado su oposición: jueces y fiscales, inspectores de hacienda, agrupaciones policiales y a una calle crispada que no está dispuesta a callarse, y a la que Enric Juliana emparenta con un alzamiento. Ninguna de estas cosas contribuye al fortalecimiento de la democracia. Sí a su deterioro. Se dice que es el mundo entero el que anda así, justificándolo todo con una especie de pandemia que nos ha invadido. Esta no es una excusa seria. Aunque lo de alrededor esté revuelto, la soberanía de un país, el mantenimiento de su idiosincrasia, no puede permitir que las soluciones internas de sus problemas políticos sean inducidas por agentes ambientales externos. No vale.
El tiempo que estamos atravesando es típicamente español. Es la misma historia de siempre, con los mismos protagonistas. No voy a hablar otra vez de 1978 ni de la Transición. Últimamente he leído que la derecha no intervino, con lo que se puede concluir, una vez que el rey está en Dubai y muerto Adolfo Suárez, que fue la izquierda la única responsable del alumbramiento de la Constitución. Puestos así, la conclusión es que la izquierda es la que tiene el derecho a interpretarla y a modificarla. Estos signos conducen a un intento de exclusión que se hace cada día más palpable. Las palabras del rey en Oviedo alertando sobre los peligros de la división, y las llamadas al consenso de Felipe González, vienen en este sentido. Luego están los palmeros celebrando lo contrario, lo que no le conviene al país. En fin, ellos sabrán.