tribuna

No hay derecho sin juez (y II)

El juez ha de disponer de un estatuto jurídico que garantice su independencia, especialmente frente a los demás poderes del Estado. Y ese estatuto debe garantizar la aplicación de criterios de objetividad en la selección, ascensos y régimen disciplinario, así como su inamovilidad. También su protección frente a presiones, públicas o privadas, que puedan dañar eficazmente su independencia.
Pero no sitúa a las resoluciones del Poder Judicial y de sus integrantes al margen de la crítica pública, que es lo que algunos pretenden incluir en el concepto de independencia judicial. En una sociedad de libertades la actuación de todos los poderes del Estado debe estar expuesta a la crítica y al ejercicio de las libertades de expresión e informativa. Que tampoco son derechos absolutos, de forma que el que los ejerce asume la responsabilidad de sus manifestaciones, en el caso de que esa crítica sea calumniosa, injuriosa o manifiestamente injusta.
Yo, y supongo que alguna persona que pueda leer estas líneas, ha tenido ocasión de conocer algunas decisiones judiciales con toda la apariencia de estar en sintonía con una estrategia partidista: investigaciones inquisitoriales e interminables contra Podemos; calificación al colectivo Tsunami Democrático de terrorista y a Puigdemont como su máximo dirigente (ya se sabe con qué intención), sin ningún apoyo en los informes policiales y sin esperar siquiera el informe solicitado por el juez instructor a la Fiscalía; manejo de los tempos judiciales, de manera que determinadas sentencias condenatorias o absolutorias, o resoluciones decretando el archivo de la investigación, se producen inmediatamente antes o después de las elecciones, dependiendo de quiénes sean los beneficiados o perjudicados.
Con ocasión de las elecciones generales del 23J ha habido ejemplos de manual al respecto; aplicación laxa o estricta de garantías constitucionales como la presunción de inocencia, de forma que en algunos casos se sustituye la ausencia de prueba de los hechos por conjeturas: “El recurso a la inferencia es todo lo contrario a la presencia de una prueba, por la sencilla razón de que la inferencia es la “solución” a falta de prueba” (Gonzalo Quintero Olivares, Diario de Sevilla, la contradictoria sentencia de los ERE) y en otro se decreta rigurosamente que “no está probado que conociera los hechos investigados”, para rechazar la imputación de Esperanza Aguirre en relación a graves asuntos de corrupción de sus más inmediatos colaboradores; o “amarrar” sentencias condenatorias basándolas en la prueba testifical, incluso de un sólo testigo/denunciante (caso Alberto Rodríguez), porque cualquier juez sabe que la convicción que se forma quien preside directamente el juicio y la práctica de la prueba testifical (principio de inmediatez) no es revisable en vía de recurso….
Incluso en el Tribunal Constitucional, que no forma parte del Poder Judicial pero desempeña la jurisdicción constitucional, hay ejemplos hirientes. Por ejemplo, el de la Sentencia declarando la inconstitucionalidad de la declaración del Estado de Alarma para hacer frente a la Pandemia. Los propios magistrados discrepantes calificaron, en su voto particular, de aberrante los argumentos de una Sentencia que, de haberse dictado en el momento culminante de la pandemia, habría colocado al Gobierno en el diabólico dilema de no hacer nada mientras fallecían cerca de mil personas diariamente en nuestro país (viva la libertad de tomar cañas) o proponer al Congreso la declaración del Estado de Excepción, previsto para crisis de origen político, no para catástrofes naturales o sanitarias, y mucho más restrictivo de los derechos individuales.
Es evidente que si los propios integrantes del Tribunal califican de aberrante los fundamentos de una Sentencia, cuyo texto y votos particulares publica el BOE, los ciudadanos tenemos pleno derecho a criticar una sentencia o resolución.
Y prefiero no contarles la irrupción como un elefante por una cacharrería del propio Tribunal Constitucional -con una mayoría caducada y conservadora e incluyendo dos magistrados que se zafaron de una recusación de libro- en el ejercicio de la función legislativa y en la autonomía de las Cortes Generales, atendiendo una petición del PP, mediante unas medidas cautelarísimas sin dar audiencia ni a las Cámaras ni a los Grupos Parlamentarios. La finalidad era boicotear la tramitación de la derogación del delito de sedición y la reforma del de malversación de caudales públicos en el Código Penal, con el trasfondo de las secuelas del procés.
De forma que una cosa es lawfare, es decir la participación de autoridades judiciales en estrategias partidistas (de la que hay ejemplos visibles, tan graves como aislados) y otra cosa es el derecho (y deber legal de autoridades y funcionarios, frente a los casos más graves) de acceso a la justicia en defensa del interés general y velando por el pleno sometimiento de la Administración Pública a la Constitución y al Ordenamiento Jurídico.
Y otra la “judicialización de la política”, que consiste en utilizar a los Tribunales sin el menor fundamento jurídico y con el único propósito de dañar la reputación del adversario. Suele tener muy poco recorrido, a menos que cuente con alguna complicidad judicial; pero entonces estamos ante lawfare.
A mí, que estas líneas escribo, Coalición Canaria y sus mariachis me han llevado infructuosamente en cuatro ocasiones, durante el anterior mandato del Ayuntamiento de La Laguna, ante la Fiscalía o ante el Juzgado de Instrucción. Todas con el acompañamiento de una gran trompetería mediática. Llegaron a cacarear, un día detrás de otro, que me iba al Senado para “aforarme” (como si todos fuéramos iguales). Y ninguna pasó del primer trámite. Porque, en España, la inmensa mayoría de los integrantes del Poder Judicial son garantía de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos.

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