por qué no me callo

Año cara de urna

Existe el fantasma de cada año. Así que durante semanas, incluso meses, continuará entre nosotros el fantasma de 2023. Es costumbre que las exequias de un año pospongan su finitud. Están las cenizas y esa especie de fuego fatuo que se resiste a desaparecer, con lo que el año en cuestión rivaliza, por un periodo, con su sucesor disputándole el puesto. El alma de 2023 ya podría, sin embargo, arrepentirse de sus daños en lugar de alargarlos (el daño de los años de ese modo añadido).


Estoy hablando de los rabos que deja 2023: las guerras o el agravamiento del cambio climático, así como los virus expandidos y los que amenazan con hacerlo al descongelarse el permafrost, valga, entre ellos, la ola de dictadores disfrazados de salvadores de la patria que podría depararnos este año multielectoral. De suerte que solo un milagro nos libraría de una tormenta perfecta en ciernes.


Ahora ya solo cabe tirar de un sentimiento de indulgencia. Vale, 2023 no ha sido, en líneas generales, un buen año. No se ha portado bien. Pero qué se le va a hacer. Estamos velando a un muerto.


Cada cual tiene cuentas pendientes con el año difunto. Se me murió un hermano de la noche a la mañana y se abrió fuego en otro lugar del planeta, de un modo descomunal, como si le hubiéramos cogido el hábito a El Arte de la Guerra (Sun Tzu, de hace 2.500 años), donde, a pesar del título, se plantea buscar otros métodos para servir a la Nación.


Cada año devora buena parte de nuestros ideales, que también mueren. Nos transformamos en otros física, intelectual y moralmente. Y es cuestión de aceptarlo como parte del juego. El collar de los años, la cronología, la rueda del tiempo, cierta metamorfosis de la edad.


Y luego están, contra todo pronóstico, las sorpresas de cada año nuevo. Los cisnes negros, que le cambian el guion al año y entonces comprendemos que esa es la manera en que suele procrearse la historia. De tal modo que 2024 puede salirnos un año convencional, o sea, tan poco recomendable como los más recientes, o un año providencial, caído del cielo.


Finalmente, hay constructos que ya existen pero que no acaban de tomar forma, como la inteligencia artificial, que está llamada a desarrollarse en estos doce meses, como la zancada siguiente tras la mecánica cuántica. Estamos en la orilla de algo trascendental y nos está mojando los pies antes de que venga la ola vagabunda, esas que son insólitas y gigantescas.


Claro que estamos ante un nuevo ciclo del mundo que en un par de años (y ya de lleno en este 2024) nos va a cambiar por completo la mirada de todo y la manera de pensar.


No sé si antes de que finalice este nuevo año habrá regresado Trump a la Casa Blanca, ya con cuernos y rabo de dictador, como él mismo se está vendiendo. ¡Que viene Hitler!, avisan, y no podemos tomarlo a broma. Quien dice Trump, dice tantos otros por el estilo en el resto de continentes. No es poco el peso de la responsabilidad que le ha caído a plomo a este 2024, que tiene cara de urna al acoger el mayor número de elecciones en la historia, sobre cuyos hombros, como Atlas, ha de cargar la bóveda celeste en el año que nos la jugamos todos por tal motivo.


Y visto así da un poco de lástima.

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