Algunos desocupados lectores me preguntan que cómo es posible que, tras cincuenta y cuatro años en la profesión, no se me haya agotado el temario. Se asombran de que todavía tenga cosas que contar, en una palabra. Yo soy el primero en reconocer que algunas versiones distintas de los mismos hechos se me han colado en el catálogo. No por mi voluntad, sino porque ya se sabe que la historia no se ha escrito tal y como ocurrieron los hechos, sino como nos los contaron. Yo tengo buena memoria lejana -y nula cercana, lo que me alivia de rencores calientes-, así que realmente las versiones que repito no difieren mucho de las originales, sobre todo de los hechos que viví personalmente y que después conté en forma de crónica. Pero siempre aparece un lector cabroncete que te recrimina los adornos de los relatos e intenta cazarte en un gazapo. A estos los llamo yo guardianes de la memoria, igual que en Irán existen los guardianes de la moral. Luego está eso del recuerdo alterado por tus mismas neuronas; es decir, lo viviste, pero lo cambias con los años porque no lo quieres recordar tal y como ocurrieron los hechos. Es decir, la mente te repite una mentira y lo “no sucedido” se convierte en verdad, para ti y para los demás. Esto significa un peligro, porque entonces sí estás cambiando la historia de una manera falaz. Lo peor -o lo mejor- para nosotros, los periodistas, son las hemerotecas, auténticos notarios invisibles. En ellas está lo escrito, así que no hay más que consultarlas para obtener la verdad y la mentira. Es muy difícil, por otra parte, que el temario se agote, porque es tan amplio como la imaginación. Y el otro secreto de la crónica es el oficio. Este sí que se hace imbatible.