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Doña Rogelia

Uno de los síntomas más concluyentes de que te has convertido en un viejo carrucho es que se te va poniendo, poco a poco, cara de doña Rogelia. El otro día me miré al espejo y saludé al personaje de la difunta Mari Carmen. El deterioro del ser humano, con la llegada de la vejez, termina con el sujeto convertido en muñeco, sin necesidad de colocarse un pañuelo negro en la cabeza, ni una bufanda palestina, como hace la izquierdona cuando quiere convertirse en más idiota todavía. Los viejos disimulamos la edad poniéndonos ropa de colores, aunque hay quien no abandona lo oscuro, que persiste desde después de la primera comunión. Vivimos de las apariencias. Casi nada de lo que vemos, y por consiguiente inventamos la historia de después, es verdad, porque el ser humano, y más en este país, elucubra y sólo habla de memoria y basado en indicios falsos. Casi nadie te perdona que uses ropa juvenil y entonces, un suponer, te llaman maricón. Me pasó una vez. Iba regularmente a comer con un amigo gay y los empleados del restaurante me pusieron la etiqueta sin siquiera preguntarme, si tenían curiosidad. Un día les dije: “Oigan, ¿por qué creen ustedes que yo soy mariquita?”. Y respondieron, azorados: “No, es porque va usted vestido muy juvenil para su edad”. Aclarado el entuerto, nunca más le dieron al murmullo y yo seguí con mis colorines y con mi alivio de luto, como diría Sabina. Lo que no tiene remedio es que se te ponga cara de doña Rogelia, porque te cambia la trompa: la barbilla te crece hacia arriba y la nariz hacia abajo y la estalactita y la estalagmita se acercan como dos polos que se atraen. Y, tras eso llega el estampido final, que ya no tiene remedio.

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