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El río bravo

El río de meadas del Carnaval es cada vez más bravo. Y además cambia sus fuentes, sus nacientes, a lo alto de la ciudad, con lo que su caudal se vuelve más violento. Las tiendas colocan parapetos en sus puertas para que el orín no penetre en los locales y destroce el género. Los zaguanes se cierran con candados y los váteres de los bares se desbordan, en una cascada infernal. La ciudad se vuelve amarilla y caudalosa y el olor escandaliza. Yo no sé lo que le ven al Carnaval sus aficionados; yo lo odio, aunque respeto a quien lo goce. En estos nuevos tiempos ya no se produce la contumaz labor del rabinaje en el callejón del Corynto, ni el restregamiento corporal y global consentido en otros lugares de la ciudad. Ya todo eso se acabó y yo no digo que alguna vez estuviera allí, porque estaría mintiendo, pero sí tengo referencias de testigos presenciales del goce. El Carnaval se ha vuelto otra cosa mucho más grotesca y falta de gracia que antañazo, cuando la mascarita desprendía buen gusto y desplegaba abanico y el barrio no bajaba en tromba, sino que ese mostraba más recatado. Ahora supone una mastodóntica algarabía que se mueve por la ciudad, a la que hay que añadir la avalancha de visitantes. Es una fiesta masificada y de escaso gusto, cuyo divertimento más patente –el de sus participantes– es cargarse con lo que tranca cada cual, mezclando pócimas que es muy propio del mal bebedor. La elite se emborrachaba, en tiempos, con whisky del bueno; percibía al momento la falsificación y huía de ella como gato al agua. Ya entrada la noche, los sentidos, más reblandecidos, permitían la tentación del garrafón, cobrado a precio de oro. Se han cargado el Carnaval, que ni se renueva ni se enseñorea. El garrafón es lo que queda.

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