El sábado de Carnaval no esperé a que saliese el Sol. La gracia estaba en mezclarse con la multitud en un tiempo fugaz, el necesario para, lejos de cualquier ánimo platónico, dejarse llevar en su justa medida por los efluvios de Epicúreo, por las caderas de la bachata entre el tormento del reguetón. Deambular festivo y apretado junto a cuerpos coloridos y joviales es un ¡ay, ay, ay! gozoso, esférico, un ronroneo persistente de gatas sin calores ni hechizos ni espinas. Es una marea sin desespero de miradas, hambres y sed, una gran comparsa de pescaditos hábiles en el coral, en siete mares de meadas a troche y moche. Ninguna de chucho que alce la pata. Las vemos, canta Alberti, lentas, precipitadas, tristes, alegres, dulces, blandas, duras. También en noches oscuras y en luminosas madrugadas.
Chicharro con plumas de apache. No intentes entenderlo. El río efímero fascina. No hay miedo a las alturas. Ja, ja, ja… Reírse sin necesidad, besos húmedos, tontos, gritos de guerra. La faraona del Far West no muere de frío. ¡Bailas, muñeca! Decenas de adonis lucen torsos desnudos, depilados. No precisan traje. La piel calienta, se venera en un templo que no requiere psicoanálisis. Rasga la guitarra, toca el güiro, los bongós prohibidos. No te quedes con ganas de mear.
Quiero estar dentro. Me pierdo en la marejada sin ventanas. No sé qué rayos pasa. Huimos de la bronca en el cardumen. Es un día sin caída libre, una película de romanos, una historia de enfermeras y neones. Imposible domar al gentío, callarse como un tuso. De pronto asoman culos blancos en cuclillas, en batería, rayanos a la pared. Te miran. Son culos con vida propia, autónomos, meones, facundos. Tonto el último culo. Es lo que tiene beber sin ojos abatidos. ¡Cuidado! Vienen curvas y riadas.
Perros calientes que matan el hambre y hombres apostados en atalayas con el pene al aire. Los machos alfa erectos parecen gorilas, animales de pelo en pecho sin pudor ni na. Miccionan en ángulo recto y por aspersión. En la ribera crecen juncos y barras de pan en la mano.
En el Casino orinan damas y caballeros. En la calle lo hacen faldas y pantalones sin pañales. Cenicientas y gastones de medianoche. Ellas, elles, ellos. La biología. Vejigas del pueblo disfrazado. Batucadas con rastro. Volvería a hacerlo. Batalla perdida. La infancia que llevamos dentro sale a flote en el patio del colegio, en el timbre del cambio de hora, en la espontaneidad del columpio, en el abrazo, en el escalofrío de la fiebre, en el alboroto de montalachica, en el Entierro de la Sardina.
Amalgama de olores: orina, alcohol, sudor, perfume, porros… Peste. Letrinas democráticas de puertas abiertas hasta el amanecer. Al alba, sobre el asfalto mugriento, solo quedan residuos y conciencias. Los colores del Mundo mojados en excrementos, en lo más corpóreo del ser humano. Polvo y criaturas somos. Benditas cañas, tequilas, cubatas locos y güisquis de fiesta que no se olvidan. Contigo.
La vuelta al redil, a las sábanas limpias, al vaho en el espejo, al silencio, a la resaca, al teléfono, al sentido, a las palabras en blanco y negro, a la nevera, a la colada que se tiende callada. Y una meada porque me da la gana en la roca del cuarto de baño. Fontanería divina, íntima, a medida del alma que cuida lo más profundo de los esfínteres. Sin el inodoro somos una caricatura, una nave tarambana, una uña sucia, una mascota desahuciada, una flor seca, un piojo solitario, una ladilla en barbecho. Sin el trono somos como Raquel Welch en territorio hostil. Hace un millón de años.