Donald Trump ha dicho que un gobierno presidido por él no ayudaría a un aliado que invirtiera poco en defensa. Esta es la oferta populista que coloca al gasto y a la falta de solidaridad por encima de la defensa de los valores democráticos. EE.UU. sin aliados no es nada, a pesar de que sus ciudadanos se lleven la mano al pecho cuando escuchan el himno y consideren que defienden por encima de todo los principios de la democracia liberal. La defensa garantiza la seguridad de un estatus y los ciudadanos están dispuestos a pagarla para no sentirse amenazados. No da igual lo que ocurra a miles de kilómetros, siempre el aletear de una mariposa hará estremecer al resto del planeta. En la lucha contra el calentamiento global pasa lo mismo.
Nadie podrá aislarse en su urna de cristal porque todos dependemos de una comunidad planetaria que nos hace ser terrícolas, independientemente de los países y los continentes que habitemos. El mundo está partido en gajos como una gran naranja. Hay hombres que pretenden controlarnos desde sus satélites exteriores, desde el invisible universo digital, pero las masas se seguirán moviendo por los mismos motivos miserables, como si fuéramos los habitantes de la planta baja de un edificio que se niegan a pagar la derrama por el ascensor que no les hace falta. Todo lo que envenena a nuestras sociedades occidentales proviene de los mismos motivos: la negación del reconocimiento a la solidaridad como el cemento que une a los pueblos. Ese es el origen del brexit, de las medidas de austeridad impuestas por las crisis en Europa y del escándalo que supone para una familia catalana, sometida a la evolución monótona de una sardana, contemplar la alegría de una feria andaluza por donde corren a mansalva el fino y el rebujito.
Tocar estas fibras comparativas tiene éxito porque se logra con ello enterrar a los valores que nos hacían fuertes como grupo. La aldea nunca dejará caer a los suyos, pase lo que pase con los vecinos, pero en esa creencia no se dan cuenta de que la universalidad del diluvio no va a salvar a unos y condenar a otros, que lo de Noé fue una injusticia de Jehová, en uno de sus cabreos incontrolados, un ejemplo narrado en un libro en el que no hay que confiar demasiado. Trump no se diferencia mucho de Puigdemont, de Boris Johnson, de Putin o de Netanyahu. Todos pretenden encantar al pueblo con paraísos egoístas preñados de ideas insolidarias. Vivimos un tiempo como aquel en el que Moisés se fue al monte para escuchar la voz de Dios.
Entonces el pueblo se quedó sin guía y el materialismo y el egoísmo se impusieron en forma de becerro de oro. Supongo que los pacifistas estarán de acuerdo con Donald Trump al poner en debate la necesidad de la OTAN. Verán las puertas abiertas para inaugurar el reinado de los mansos, pero no es así. No es buenismo lo que lo inspira, es la ambición y la codicia que no nos hemos podido quitar de encima y nos impide resolver los problemas comunes. Hay un ambiente enrarecido, una lucha de unos contra otros, como si fuéramos las moléculas inquietas de un líquido en ebullición. El mundo está lleno de personas como Trump. Esto no sería un problema si no fuera porque hay mayorías consolidadas que están dispuestas a votarlas.