Por Rafael Torres. El mismo día en que los bomberos de Valencia rescataban del edificio quemado a un gato llamado Coco, que había sobrevivido al fuego y resistido nueve días en un hueco providencial, otros rescatistas, en Gaza, sacaban de su casa en ruinas a un niño, Ahmed, que también había resistido nueve días sepultado por los escombros de su hogar bombardeado. El azar había unido a Coco y a Ahmed el mismo día en los mismos noticiarios, pero, aunque similar en su desenlace, sus historias no eran la misma. Los gatos, como se sabe, tienen siete vidas, pero los niños gazatíes, ni una siquiera. Cuando los benditos rescatadores extrajeron a Ahmed de entre los cascotes, su cuerpo, magullado y exánime, agonizaba de hambre y de sed, pero no solo a causa de esos nueve días y esas nueve noches que la criatura pasó enterrada junto a los cadáveres de sus familiares, sino de todo el hambre y toda la sed que llevaba acumulada desde que el gobierno de Israel emprendió el asesinato masivo de la población civil de La Franja. Ninguno de nosotros podría calibrar la magnitud de ese hambre y esa sed que se ensañó, antes y después de la destrucción de su casa, con ese niño. Decenas de niños mueren cada días de hambre en Gaza, literalmente de hambre, porque no tienen siete vidas como los gatos, y sí, en cambio, enemigos feroces y despiadados. Los 15.000 críos asesinados desde que el gobierno de Israel decidió erradicar la vida y el futuro en Gaza solo tenían una vida, que perdieron, y a los que aún sobreviven ni una vida ya les va quedando. Sus cuerpecillos escuálidos pueden acabar hoy, o mañana, envueltos en esos blanquísimos sudarios que hombres también destruidos llevan en brazos, besándoles, a alguna fosa improvisada. Si ninguno de nosotros podemos medir, ni concebir siquiera, el hambre y la sed con que cargan esos niños, y el miedo, y la roña y el desamparo de esos niños, tampoco nos alcanza para mensurar la infinita perversidad de sus verdugos, que, ebrios de sangre, también disparan y matan a los padres cuando acuden a buscar, para sus hijos hambrientos, algo de pan del poco que llega.