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Viejunos

Científicos y geriatras de la Universidad de Stanford (USA) afirman que uno se hace viejo a los 78 años. A esta edad se supone que todo va para atrás: no oyes bien, te mueves peor, te duelen los huesos y empieza el tiempo de descuento. Si esto es verdad, a mí me queda año y medio para dejarme de preocupar si le pago o no a la Agencia Tributaria, porque cuando cumpla esa edad me declararé: a) objetor fiscal (a la vista de cómo se maman y se gastan mi dinero quienes lo administran desde el Gobierno; b) viejo carrucho, de los que se tiran pedos sin pudor ni arrepentimiento en el tranvía y en la consulta del dentista; y c) meón de calcetines, porque la próstata grande te impide un chorro lejano y digno. Por otra parte, me he llevado una alegría, cuando leo la noticia de Stanford, porque todavía no soy viejo del todo, sino que estoy en una especie de limbo en la clasificación de los geriatras y científicos de la prestigiosa universidad norteamericana. Después del covid confieso que he notado un bajón: me duelen las piernas por la falta de ejercicio y he cogido miedo a los espacios enormes, por ejemplo la calle y El Corte Inglés. Salgo poco, no viajo nada y deploro recorrer distancias. Tampoco conduzco de noche, no porque no vea bien, sino porque tengo miedo a la oscuridad. Es decir, que ahora soy viejuno y miedoso. La edad también ha aumentado mis desconfianzas en los bancos, porque dinero depositado en una cuenta, dinero que cualquiera te puede embargar (en España embarga todo el mundo, desde el Consorcio de Tributos a la Agencia Tributaria; yo recomiendo el líquido en la caja de zapatos). Y, por supuesto, desconfianza absoluta en los que ejercitan la mamandurria institucional, práctica generalizada. Más sabe el diablo por viejo que por diablo.

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