tribuna

A propósito de la muerte

Leo en La Vanguardia que escribir cartas a los difuntos es una catarsis. Según los psicólogos, se trata de un buen procedimiento para liberar emociones. Habla de visitar las tumbas de personas a las que se admira, pero esto, visto de forma individual, no tiene el mismo efecto que hacerlo colectivamente. Quiero decir que agruparse para sentir una experiencia íntima no parece ser muy eficaz y, sin embargo, se practica para provocar el mismo efecto shock de unos ejercicios espirituales. Una vez me escapé por los pelos de hacer una visita guiada al cementerio de Montjuic para ver la tumba de Durruti. Me imagino al grupo rezumando anarquismo delante del mármol, sublimándose ante la evocación de su ídolo. Esto fue durante la Alcaldía de Pascual Maragall. Creo que ya no se hace, a pesar de que se mantiene viva la memoria del revolucionario en exposiciones frecuentes, a base de fotos, de power points y de hologramas capaces de trasladar cien años atrás al espíritu de sus visitantes. Hace poco vi una en el Palacio de la Virreina, de Barcelona, con habitaciones negras y testimonios de represiones terribles. Ir hacia atrás es avanzar en un más allá que no se puede concretar, pero ante el que hay que estar precavido. No me olvido del suicidio colectivo de los miembros de una secta norteamericana a los que aconsejaron que llevaran cinco dólares en el bolsillo por si tenían que coger un taxi en la ultratumba. Parece muy eficaz esto de recurrir a los muertos, ponerlos en pie incentivando la memoria que se transmite por el boca a boca. Hay gente que cree en eso. Es el tema que atormenta al ser humano desde que está sobre la tierra. Por eso anda con los muertos de acá para allá, considerando como extraordinario algo que nos va a ocurrir a todos más pronto que tarde. Gabriel García Márquez escribió que Amaranta Buendía recogía cartas de la gente para llevárselas a los difuntos, después de que anunciara el día de su fallecimiento, cuando empezó a tejer su mortaja de lino. Dice que reunió muchas en una caja y que, luego, dio órdenes de cómo meterlas en el ataúd. Se convirtió así en el correo de la muerte. Yo me la imagino por el más allá como la guagua de La Punta, con la saca llena de sobres que iba dejando en cada parada. Cuando, de niño, pasaba los veranos en El Socorro, las cartas las dejaban en Las Toscas y, después, había que esperar a que las bajaran. Era más rápida la correspondencia que traía la lechera que iba todos los días al reparto a La Laguna. Llevaba la leche y traía las noticias; el periódico, las postales, los rumores y los chismes. Era un procedimiento intervivos. Los difuntos dejaban sus últimas voluntades ante los notarios y, después, solo había silencio. El silencio de la eternidad, que tiene que ser callado porque nadie puede regresar a contarnos cómo es. En estos homenajes a las tumbas, me he dado cuenta de que el bien y el mal permanecen, que el perdón no existe, siempre pendientes de saldar las transgresiones en el juicio final. Como los muertos no contestan nuestras cartas, no sabemos nada de lo que pasa allí. Siempre nos quedará una ouija para adivinar lo que ocurre con las almas en pena. Quizá nos digan que están aguardando la reivindicación para dejar de vagar como fantasmas por el éter. Hasta que llegue ese momento, nos seguiremos matando en su nombre, en busca de esa liberación emocional de la que hablan los psicólogos.

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